Creencias y emociones

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¿Cómo nos afectan las emociones a la hora de interpretar los hechos?

En la sección anterior, hablamos de cómo sabemos lo que sabemos. El objetivo era plantar una bandera clara y contundente en que la verdad existe, en el sentido práctico que venimos usando, y en que tenemos herramientas metodológicas para encontrarla. Sí, es difícil. Sí, es confuso, complejo, y debemos poder aceptar que nunca llegaremos a una certeza absoluta. Pero esa falta de certeza total no debe llevarnos a creer que entonces no sabemos nada y que hay tantas realidades como personas en este mundo.

Lo que sabemos de cualquier cosa nunca es total. Aun en el mejor de los casos, esa información es incompleta, ruidosa y, además, muchas veces, no la sopesamos y evaluamos adecuadamente. Y cuando la difundimos (en Internet, en la mesa familiar o en la peluquería) filtrada por nuestra propia opinión, le agregamos ruido adicional y muchas veces contribuimos a la confusión, a la duda irracional. En este caso, no hay intención de engañar. Aun así, sin querer, aumentamos y difundimos cosas que no son ciertas. Cada vez que nos llega un rumor interesante, polémico o divertido y lo contamos sin confirmarlo; cada vez que, en vez de analizar un hecho de la manera más objetiva posible, nos influye más quién nos lo hace saber o si concuerda o no con lo que ya creíamos; cada vez que se nos borran los límites entre quiénes son expertos en un tema y quiénes no, estamos contribuyendo al problema.

En este caso, son nuestras actitudes y comportamientos los que terminan generando y propagando, involuntariamente, una situación de posverdad en la que somos víctimas y victimarios a la vez. Todos somos un poco responsables, con el riesgo de que, entonces, ninguno de nosotros se sienta realmente responsable. Sin nosotros como agentes activos e involuntarios de posverdad, la versión intencional de posverdad no podría ocurrir. Así, estas dos caras de la misma moneda son inseparables, se retroalimentan y son interdependientes.

Hay varios problemas en nuestro modo de pensar y de relacionarnos entre nosotros que favorecen la aparición de este tipo de posverdad: nuestras creencias, nuestras equivocaciones al pensar, la manera en la que nos agrupamos en tribus, la desconfianza que tenemos hacia los expertos, y el modo en el que nos relacionamos con la información a la que accedemos y que propagamos.

Necesitamos conocer mejor estos problemas para poder identificarlos, limitarlos o eliminarlos, de manera de pelear contra la posverdad casual y así, por extensión, poder hacerle frente también a la posverdad intencional.

Como un goloso frente a la heladera, vamos hacia lo que nos hace daño sin darnos cuenta, instintivamente. Para salir de la trampa, tenemos que entender nuestra propia conducta. Nadie está exento, pero empezar a entender cómo funciona, cómo funcionamos, es el primer paso para lograrlo.

CREDO

Uno de los mecanismos generadores de posverdad es la influencia de aspectos irracionales en nuestra manera de incorporar información, valorarla, pensar a partir de ella y actuar en consecuencia. Puede tratarse de creencias que parten de sustentos religiosos, éticos o estéticos, de valores y de tradiciones, o que son simplemente la resultante del camino que hemos recorrido en nuestra vida.

No estoy haciendo un juicio de valor sobre la palabra irracional, y es importante que esto quede claro. Acá, la estoy usando como una descripción práctica de aquellas situaciones en las que nuestras creencias no se basan en evidencias. No deberíamos ofendernos, ya que es una característica más de cómo somos los seres humanos, una que puede ayudarnos o perjudicarnos, según el caso. Lo importante es tratar de entender cuál es el caso en cada ocasión.

Todos tenemos creencias que a veces están justificadas por evidencias y a veces no. Llamemos creencias irracionales a aquellas que no se basan en evidencias, en hechos; creencias que estamos dispuestos a sostener sin evidencia a su favor o, incluso, con evidencia en contra. Algunos identifican fácilmente creencias de este tipo en sí mismos, y otros, menos. Somos muy diversos y muy complejos. Negar nuestra complejidad o nuestra diversidad en nombre de algún ideal abstracto sería ignorar lo que ocurre, ignorar lo real, y sobre la ignorancia solo se puede construir más posverdad.

Los hechos no nos dirán qué amar o qué tipo de sociedades construir, pero sí cómo navegar el territorio hacia ellas y saber que hemos cumplido nuestro objetivo, midiéndolo.

Dentro de los diversos modos en los que se puede manifestar nuestra mirada irracional están nuestros valores, la brújula moral que tenemos todos y que nos señala lo que está bien y lo distingue de aquello que está mal. Estos valores suelen estar influidos por nuestro “recorrido”: dónde y cómo nos criamos, nuestras culturas y tradiciones, nuestras experiencias, la educación que recibimos, lo que señala la religión que profesamos, si es que profesamos alguna, o incluso, nuestra genética. Por ejemplo, mientras que algunos pueden sostener que debería haber igualdad de derechos y obligaciones entre hombres y mujeres, otros pueden decir que los hombres deberían tener más derechos, o más obligaciones, o más de ambas cosas que las mujeres. Mientras que unos pueden pensar que en su comunidad valen determinados principios morales y en otras culturas se debería aceptar que existan otros diferentes, otros pueden creer que la humanidad en su conjunto, más allá de su origen y contexto, debería estar bajo los mismos principios morales.

¿Es importante para nosotros el bienestar de todas las personas? Sin importar la respuesta, esta será moral y no estará basada en hechos sino en creencias de cómo debería ser el mundo. Ahora, habiendo decidido eso como norte, definir claramente bienestar y medirlo con herramientas de la ciencia nos dirá si estamos creando el mundo que imaginamos. En gran medida, las herramientas de la ciencia nos dan la posibilidad tangible de saber si estamos siendo efectivos o no a la hora de defender las banderas morales que decimos defender.

Una invitación a la introspección, para que cada uno de nosotros piense en cuáles son sus propios principios morales. Por ejemplo, ¿creemos que todas las personas merecen consideración moral o que hay excepciones? ¿Creemos que se debe intentar aumentar el bienestar de toda la humanidad o deberíamos enfocarnos solamente en nuestra comunidad (entendida como familia, personas cercanas, país o cultura)? ¿Se debe proteger la democracia a toda costa o, bajo determinadas situaciones, se debería aceptar una alternativa? ¿Hay límites para la libertad de expresión o esta debería ser irrestricta?

¿Qué hacemos con todo esto? ¿De qué manera balanceamos estos valores con cómo es el mundo real? ¿Cómo nos vinculamos entre nosotros, sabiendo que podemos concordar o disentir en ellos? ¿Cómo peleamos por lo que creemos justo mientras tratamos de preservar el vínculo humano? Todos estos son problemas urgentes y reales, y tenemos que intentar resolverlos.

CREENCIAS, EMOCIONES Y POSVERDAD

¿De qué manera podrían influir las creencias irracionales en la generación de una posverdad casual? Para empezar, debemos hacer a un lado todas las creencias que aluden a temas que no se refieren al mundo real y para las cuales no existe, por lo tanto, una verdad en el sentido en el que estamos hablando en este libro. No discutiremos esas situaciones, que son importantísimas, pero exceden el alcance de esta propuesta. Un ejemplo de estos temas en los que no podemos, ni podríamos, encontrar una verdad es si Dios existe o no. Y ya que no hay verdad posible, uno esperaría que tampoco hubiese posverdad, pero no es tan sencillo.

Quienes creen en Dios están convencidos de su existencia. Algunos de quienes no creen en Dios están convencidos de su inexistencia. En ambos casos, no hay evidencias ni podría haberlas. A otras personas, la pregunta de si Dios existe o no directamente les resulta irrelevante y se comportan como si no existiera, dado que no encuentran evidencias de su existencia. La existencia o inexistencia de Dios puede ser una cuestión esencial para la vida de una persona, o bien algo para discutir livianamente en una charla de café. En ninguno de los casos, se podrá pasar de ahí, porque no podremos responder esa pregunta mediante la evidencia y, por lo tanto, no podremos mostrarle la verdad de nuestra conclusión a quien no crea en ella desde antes.

La religión es un fenómeno muy complejo que surgió de maneras diversas en todas las civilizaciones, y muchas personas creyentes se sienten reconfortadas por serlo, sus creencias les dan un marco de referencia y los ayudan a vincularse entre sí. Uno podría ver creencias religiosas incluso en quienes dicen no ser religiosos.

En principio, no debería ser asunto de los demás en qué cree o deja de creer una persona, salvo que esa creencia afecte de algún modo la libertad de terceros o ponga a alguien en peligro. Y esto, por supuesto, es una creencia mía. Como vemos, nuestras creencias están por todas partes. En mi caso, si logro identificarlas (sé que podría no estar lográndolo), las haré explícitas a lo largo de este capítulo.

A partir de ahora, entonces, nos enfocaremos exclusivamente en temas fácticos para los que podemos obtener evidencias, entendiendo que, las tengamos o no, lo importante es si podríamos o no tenerlas.

En la mayor parte de los temas, nuestras posturas se basan en una mezcla de evidencias y creencias irracionales.

Muchas de las discusiones sobre temas que generan polémica –digamos, la legalización del aborto o de la pena de muerte– son irresolubles porque quienes discuten no reconocen con claridad la naturaleza de la discusión. Dado que discutimos desde nuestros valores y no desde los hechos, los hechos no nos convencen, y como nuestros valores no son compartidos por quienes discuten con nosotros, tampoco resuenan en ellos. No estoy haciendo acá un argumento ni a favor ni en contra de estos ejemplos, sino que los planteo para ilustrar temas en los que no todos creemos, en principio, en el mismo conjunto de ideas. Necesitamos tener en cuenta que las personas no tenemos una única manera de mirar estos temas para poder avanzar a partir de ese punto. Reconocernos distintos es el primer paso para recomponer los vínculos entre nosotros, y este es el punto de partida para lograr intercambios provechosos de ideas. En casos extremos, reconocernos distintos también nos ayuda a ser conscientes de cuándo el abismo que nos separa es tan infranqueable que preferimos que permanezca así. En cualquiera de los casos, con la esperanza de lograr acuerdos o con la certeza de que no los lograremos, creo que necesitamos reconocer que el otro tiene una mirada sobre el mundo distinta de la nuestra y tan compleja como la nuestra. Si no lo hacemos, nos quedamos encerrados en la posverdad, usando pseudoargumentos disfrazados (y son pseudo porque lo que que- remos cambiar son los valores de otro, que no se cambian fácilmente con argumentos).

Estas situaciones son bien distintas de cuando Herschel descubrió Urano: él consiguió evidencias, que fueron puestas a prueba y finalmente, aceptadas por la comunidad de expertos, y su descubrimiento pasó suavemente a ser considerado conocimiento nuevo, un hecho de la realidad que se había sumado a otros hechos como la existencia de los demás planetas. Nuestra creencia en la existencia de Urano está sostenida por evidencias. Podemos justificar esta creencia porque esas evidencias son tan claras y están tan consensuadas que ya pueden permitirnos considerar que la existencia de Urano es la verdad. La existencia de Urano no entra en conflicto con creencias irracionales de las personas.

En cambio, los problemas complejos, como la pregunta de si se debería o no legalizar la eutanasia, permiten abordajes desde las evidencias y también desde la cultura, la tradición o los valores de los individuos involucrados directamente, así como de la sociedad en su conjunto.

Por ejemplo, la discusión sobre la legalización del aborto se puede abordar desde las evidencias (¿cuántas mujeres mueren por abortos clandestinos?, ¿legalizar el aborto afecta la cantidad de abortos que se realizan?), desde los valores (¿es provocar la muerte del embrión equivalente a matar a una persona?) o desde los argumentos legales (¿qué dicen nuestras leyes al respecto?, ¿cómo se comparan nuestras leyes con las de otros países?).

Los aspectos relacionados con valores pueden conversarse y discutirse, se puede concordar o disentir con otros. Pero el lado de las evidencias es diferente. La manera válida de rechazar evidencias es mostrando que son erróneas, o reemplazándolas por otras de mejor calidad. La ciencia se desafía con más ciencia. Si tenemos evidencias de calidad, no podemos rechazarlas o ignorarlas porque no nos gusta lo que dicen. Si hacemos esto, otra vez caemos en posverdad. Más todavía si mezclamos valores y evidencia y asumimos que son intercambiables. Si alguien dice “según la ciencia, un embrión es una persona”, está construyendo un argumento falaz. No porque la ciencia afirme lo contrario, sino porque la ciencia no puede hacerlo. Defenderlo sería igual de falaz que defender un postulado como “la ciencia nos dice que un embrión no es una persona”. La atribución de categoría de persona no es un hecho científico, sino una atribución normativa, jurídica, una valoración humana. Una que, por supuesto, puede construirse considerando (o por lo menos no negando) la evidencia científica como parte de los motivos que se propongan para dar o no esa valoración a ese organismo.

Lo que se puede evaluar a partir de evidencias se discute en el plano de las evidencias. Lo que, en cambio, se plantea desde los valores o tradiciones debe ser abordado con discusiones sobre valores o tradiciones, y acá las evidencias no tienen nada que aportar. Si pretendemos reducir estos temas a un punto de vista exclusivamente sostenido en evidencias, no lograremos conversar, y esto nos puede llevar a segregaciones y fundamentalismos. Del mismo modo que un enfoque basado en evidencias que descarte las creencias de los participantes es reduccionista, pensarlo solo desde una ética abstracta o anclada en dogmas es suponer que da todo lo mismo y no hay análisis fáctico posible. Entendamos los distintos aspectos y cuáles son abordables con evidencias y cuáles no.

La verdad en política o en el sistema legal, por ejemplo, no es igual que la verdad en ciencia, incluso si se nutre de ella. ¿Qué tiene que ver la posverdad con todo esto? En temas fácticos, si nuestras creencias irracionales nos impiden buscar y aceptar las evidencias, nos llevan a ignorarlas completamente o nos hacen seleccionar una evidencia aislada que apoye nuestra postura, estaremos siendo generadores involuntarios de posverdad. Si tenemos evidencias poderosas, y las seguimos, es más difícil que estemos equivocados, pero si nuestra creencia es irracional, entonces quizá estemos sosteniendo una postura errónea.

Si no tomamos el toro por las astas, la verdad se pierde, se diluye como si fuera una opinión más. Esto genera un suelo fértil para que se propaguen falsedades, mentiras y todo lo que viene con la posverdad. Los discursos se vuelven emocionales, excluyen lo que sí sabemos, y empezamos a girar en círculos.

Si queremos participar racionalmente –esto es, a favor de un propósito– de las grandes decisiones, tenemos que formarnos adecuadamente para ser capaces de tomar decisiones informadas, así como de exigir que nuestros representantes políticos lo hagan. Para eso, necesitamos abrazar la incerteza. Pelear contra ella negándola no es pelear, es darse por vencido. No es fácil, porque solemos querer transformar todo en afirmaciones categóricas que nos ayuden a hacernos sentir seguros. Pero entre el blanco y el negro hay muchos matices. Con práctica, podremos sentirnos más cómodos con la incerteza, aceptarla y, a pesar de ella, tratar de avanzar. Tenemos que entrenarnos en flexibilidad: flexibilidad para pensar, y pensar otra vez, si hace falta. Flexibilidad para depositar nuestra confianza en ciertos lugares, y cambiar si vemos que nos equivocamos. Flexibilidad para poder hacer introspección y entender qué nos pasa, analizar nuestros conocimientos, nuestras dudas, nuestras creencias, nuestros deseos. Flexibilidad para tomar decisiones con toda la información que tengamos, aun cuando, como sucede la mayoría de las veces, no es suficiente. Flexibilidad, también para cambiar de postura cuando sepamos más.

El físico y comunicador de la ciencia Richard Feynman decía:

“Tengo respuestas aproximadas, y creencias posibles, y diferentes grados de certeza acerca de distintas cosas. Pero no estoy seguro de nada, y de muchas cosas no sé nada, como si tiene sentido preguntar por qué estamos aquí y qué significa esa pregunta. Podía pensar un poco acerca de eso, pero si no puedo resolverlo, paso a otro tema. No necesito saber la respuesta… No me asusta no saber cosas, no me asusta estar perdido en un universo misterioso carente de propósito, que así es realmente, me parece. No me asusta”.

MIRAR HACIA ADENTRO

Una de las maneras más sencillas de engañarnos es no reconocer nuestras creencias irracionales en temas fácticos. Para evitar eso, podemos hacer el ejercicio de preguntarnos si existe evidencia capaz de hacernos cambiar de opinión. Si nos respondemos que sí, podemos buscar las evidencias y valorarlas, buscar dónde está el consenso y ajustar nuestra postura. Si nos respondemos que no, entonces lo que tenemos es una creencia irracional.

Todo esto puede ser todavía más confuso porque no solemos reconocer que estamos dejando las evidencias de lado al priorizar nuestras creencias, sino que, generalmente, acudimos a nuestra razón para encontrar evidencias aisladas, o cosas que luzcan como evidencia, para justificar lo que ya de todos modos creíamos. Si un diario publica una nota que afirma que, según una investigación, tomar mate es muy saludable, aun sin saber si esa investigación es de buena calidad o no, ni si ese artículo refleja adecuadamente lo que se investigó o no, los que gustamos de tomar mate diremos algo como “¿ven? ¡encima es saludable!”. Sigue siendo una creencia irracional, pero está disimulada. Y es una creencia irracional porque lo más probable es que si el artículo hubiera dicho que tomar mate no es saludable, habríamos directamente ignorado esa información o la habríamos cuestionado, sin cambiar nuestra postura acerca de tomar mate. No es que la evidencia cambia lo que creemos, sino que lo que creemos cambia la evidencia que aceptamos, algo que suele conocerse como razonamiento motivado.

No es fácil distinguir entre hechos y opiniones, pero lo peor son los hechos disfrazados de opiniones y las opiniones disfrazadas de hechos.

Esto tiene efectos también en nuestros vínculos con los demás. Cuando creemos en algo, más allá de si es en base a evidencias o no, tendemos a estar convencidos de que es verdad. Como generalmente uno de los valores que tenemos es que “hay que defender la verdad como sea”, pelearemos por ella. Y, como “es verdad”, al hablar con otros, damos por sentado que tenemos razón y que los demás están equivocados.

La posverdad aparece acá no como una negación de la verdad, sino como la consideración de que la postura propia es verdadera, como una certeza en lo que no sabemos si es cierto. La trampa es pensar que “como soy tan capaz, inteligente y racional, lo que pienso tiene que ser verdadero”. Por oposición, si el otro no concuerda conmigo, está equivocado. Y no nos damos cuenta de que nos estamos autoengañando. Tenemos una postura irracional, pero creemos que son las evidencias las que nos llevaron a ella. Como decía Thomas Henry Huxley, “lo que llamamos bases racionales para nuestras creencias son a menudo intentos irracionales de justificar nuestros instintos”.

Nueva invitación a la introspección.

Menospreciar las creencias de los demás también es un problema. Si no podemos ver que a veces una persona vive en una tensión entre sus necesidades y las de los demás, si no entendemos que hay problemas locales y globales con soluciones que a veces entran en conflicto entre sí, nos vamos a perder gran parte de la complejidad que necesitamos entender para lograr realmente resolver los problemas.

Pero todo puede ser todavía más complejo. Además de las creencias irracionales que tenemos, que forman parte de quienes somos y son pilares que nos sostienen, se suma la influencia de las emociones, el factor que modula la manera en la que recibimos o incorporamos la información.

La mayor parte de las cosas que nos ocurren pasan a través de un tamiz emocional. Sentimos alegría, amor, cariño, respeto, agradecimiento y muchas otras emociones positivas. También tenemos emociones negativas, como el odio, el enojo, la indignación, la desconfianza, la culpa o el miedo. Nuestras emociones se apalancan en nuestros valores y demás creencias irracionales, pero se ajustan a la situación particular de cada momento.

En principio, nuestras emociones no tendrían por qué preocuparnos. Después de todo, también forman parte de quienes somos y de cómo vemos el mundo, y en cuestiones que no tienen que ver con la realidad, sino con vínculos, por ejemplo, tienen mucho para aportar. Pero, como antes, si estamos en un tema fáctico y nuestras emociones están entorpeciendo nuestro acceso a la verdad, pueden aparecer problemas. Cuando un tema despierta una fuerte respuesta emocional, particularmente de emociones negativas, es posible que surja la posverdad casual. En particular, si tenemos creencias que van en contra de las evidencias, y a eso se le suma un componente emocional, lo que tenemos es un cóctel de posverdad.

¿TODO ESTO IMPORTA?

Cuáles son los aspectos que deberían ser regidos por los hechos, o influenciados al menos, tiene que ver no solo con cuáles son intrínsecamente empíricos, investigables a través de las herramientas que ya mencionamos, sino también con cuáles creemos que son suficientemente relevantes. ¿Qué pasaría si nuestras creencias o emociones nos estuvieran haciendo sostener como válido algo que no lo es?

Una cosa es el mundo público (una organización o un Estado que toma decisiones) y otra, el mundo privado (cada uno de nosotros actuando en nuestra propia vida). La razón para esta distinción es que el daño causado por las malas decisiones crece con el alcance y el poder de quienes toman esas decisiones. Por supuesto que es posible tomar malas decisiones con la mejor evidencia disponible, o que las buenas decisiones den malos resultados, ya que el mundo es siempre más o menos incierto. Pero decidir con la mejor evidencia disponible aumenta nuestra chance de no equivocarnos, y, cuanto más daño podamos causar, mayor es nuestra obligación de tomar las mejores decisiones posibles.

Pensar en daños potenciales puede ayudarnos a ser exigentes y tratar de impedir la aparición de una posverdad casual basada en creencias irracionales, y esto no es solo una idea abstracta. Entre 1959 y 1961, China atravesó una gran hambruna, causada por una combinación de factores como sequías, mal clima y errores de planificación. Uno de los principales problemas fue la implementación de políticas agrícolas basadas en la pseudociencia del agrónomo soviético Trofim Lysenko, una mezcla mal hilvanada de ideas evolutivas de Darwin y Lamarck que, sin ninguna evidencia experimental, se convirtió en el dogma oficial de la agronomía de la Unión Soviética y luego fue exportada a China. La cosecha china cayó más de 30% en esos años, y las estimaciones hablan de entre 10 y 20 millones de muertos adicionales en este período. Cuando las cosas se ponen difíciles, agregarles posverdad (en este caso, apoyada en pseudociencia) ayuda a empeorarlas rápidamente. Y el costo puede ser enorme.

Pero, aun así, en temas en los que hay evidencias con un consenso altísimo y que cumplen con estándares de alta calidad, sigue habiendo quienes creen lo contrario a lo que la evidencia indica. Para entender cómo y por qué (y para que esto nos sirva de modelo para entender después otros contenidos de la posverdad que se construyen del mismo modo), veremos cómo funcionan tres de ellos: la creencia de que la Tierra es plana, la de que las vacunas son peligrosas, y la de que las terapias médicas alternativas funcionan.

UN DISCO AZUL PÁLIDO

A menos que hagamos cuentas para arrojar misiles, o estudiemos el clima planetario o algo así, creer que la Tierra es plana no causa mucho daño. Quienes lo creen probablemente no sean ni ignorantes ni estúpidos, sino que llegaron a esa idea haciendo a un lado todas las evidencias de que la Tierra no es plana.

Mi postura es que las creencias de cada uno son asunto de cada uno y no deberíamos intervenir, y que la única excepción es si esas creencias llevan a la persona, o a su entorno, al daño o a una imposición que genere pérdida de libertad en terceros, en cuyo caso prima el deber moral de proteger. Por supuesto, otros podrían tener posturas distintas. Hay quienes piensan que nadie debería creer en algo irracional y claramente erróneo como que la Tierra es plana, senci- llamente por no dejar pasar algo que no es cierto. Acá, la creencia sería que lo central es defender la verdad en toda situación. Por otro lado, hay quienes sostienen que si una persona cree en algo, y esa creencia le puede hacer daño, es problema de esa persona: “Que se dañe, que dañe a los demás. Eso le pasa por creer cosas equivocadas”. Acá, la creencia sería que lo central es defender la libertad individual por sobre las repercusiones que esas creencias puedan tener en sí mismos y en terceros.

Igualmente, esto que podríamos considerar inocuo a nivel individual no lo es a nivel público. ¿Permitiríamos que se enseñara en las escuelas que la Tierra es plana? ¿Permitiríamos que se enseñara que la creencia en una Tierra plana es una posibilidad válida, candidata de ser cierta? ¿Nos parecería bien que nuestro Estado destinara recursos públicos a investigar si la Tierra es plana o no?

Para estas preguntas yo tengo una postura clara, pero entiendo que otros podrían no concordar conmigo porque, otra vez, estamos por lo menos parcialmente en el terreno de las creencias. Particularmente, creo que no tenemos que pelearnos con las creencias irracionales en su conjunto, sino quizá solo con aquellas que representan una pérdida de libertad o un riesgo, como, por ejemplo, las relacionadas con temas de salud. Ahí, no da lo mismo. Ahí, estar colaborando con la posverdad puede ser muy dañino.

INMUNIZADOS

Las vacunas son una de las medidas de salud pública que más vidas salvaron y siguen salvando. Son muy baratas, seguras y efectivas, y los efectos adversos que se pueden observar son generalmente muy leves. Permiten prevenir enfermedades que, hasta no hace tanto, mataban millones de personas por año e incapacitaban a muchas más.

Todo esto se sabe, y se sabe muy bien. Y cuando decimos “se sabe” es porque hay evidencias de altísima calidad, incluidos ensayos clínicos, estudios epidemiológicos, metaanálisis, etc. Además, el consenso acerca de su efectividad y seguridad es enorme. Pero, a pesar de todo esto, hay quienes deciden no vacunar a sus hijos porque creen que las vacunas son tóxicas o peligrosas de algún modo.

Así como, en Ana Karenina, Tolstoi dice que “todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”, lo mismo ocurre con quienes dudan de la vacunación: todas las personas a favor de las vacunas se parecen, pero las que dudan lo hacen cada una a su manera.

Si bien las personas que creen que las vacunas son dañinas son muy diferentes entre sí, por simplicidad, las dividiré en dos grandes grupos, aun corriendo el riesgo de sobresimplificar un fenómeno tan complejo y que toca fibras personales muy difíciles. Por un lado, hablaré de “los que dudan”: estas personas no son fanáticas y están donde están por situaciones personales. Necesitamos escucharlos, entenderlos mejor y así, quizá, podremos ayudarlos. Por otro lado, hay algunas personas, muy pocas, pero muy ruidosas, que se comportan de manera muy diferente. A estos los llamaré “antivacunas”: son extremistas antivacunación, hicieron de eso su bandera identitaria y sienten el deber moral de predicar su postura ante los demás. De ellos, hablaré más adelante. Estos dos grupos de personas son muy diferentes entre sí, y creo que lo peor que podemos hacer es incluir a los primeros dentro de los segundos.

A los que dudan de las vacunas no les falta información. Saben que la mayor parte de las personas se vacunan y, generalmente, son personas educadas. Pero algo pasó en sus vidas que les generó un principio de duda que, con el tiempo, fue creciendo. No hace falta estar convencidos de la peligrosidad de las vacunas para decidir no vacunar. Basta con la duda, y volveremos a esto muchas veces porque es una de las claves para entender la posverdad.

Hay un mito, totalmente desacreditado desde hace años, acerca de que, de algún modo, las vacunas podrían generar autismo. Está clarísimo desde la evidencia que esto no es así, tan claro como que la Tierra no es plana sino “redonda”. Y sabemos que eso no es así por estudiar ambos “frentes”: el autismo y las vacunas. Primero, el autismo es una condición con la que se nace, que no se genera a lo largo de la vida, y está claro que vacunar o no vacunar no afecta la cantidad de casos diagnosticados con autismo. Segundo, cada vacuna es extensamente estudiada antes de salir al mercado, y lo sigue siendo todo el tiempo. Aquellas con las que contamos hoy son de altísima calidad y probada eficacia, y los inevitables efectos adversos que pueden producir son generalmente mínimos. Por supuesto, como abogamos por la toma de decisiones basadas en evidencia, diremos que, hasta ahora, en estudios extensísimos en cantidad de pacientes y tiempo transcurrido, esto es así. Esa es la evidencia.

Pero imaginemos esta situación: una familia con un hijo autista al que vacunó empieza a frecuentar círculos de familias en la misma situación, que se apoyan y acompañan y, en esos círculos, oye hablar acerca de la posibilidad de que las vacunas le hayan causado autismo a su hijo. ¿Qué ocurre en este caso? Ante algo así, hay familias que empiezan a dudar, y esto no se sostiene en hechos. No es que los hechos no importen, sino que es muy difícil tenerlos en cuenta cuando lo que aparece como más relevante es lo que uno siente. De poco sirve la información correcta, en este caso, si lo que se desencadena es un conjunto de emociones negativas: enojo por la situación que se vive y sus dificultades, desconfianza hacia el Estado que vacuna, la sociedad que acepta ser vacunada y las empresas que fabrican las vacunas y se benefician por ello. Sumemos la culpa (¿nuestro hijo es autista porque lo vacunamos?) y el miedo (¿podría pasar lo mismo con nuestro próximo hijo?). Todo esto es un cóctel que puede llevar, lamentable, pero también comprensiblemente, a que algunas de estas familias decidan no vacunar al resto de sus hijos.

Quizás estas personas no están totalmente convencidas de que las vacunas sean dañinas, pero esa leve duda puede alcanzar para inclinar la balanza hacia el “no vacunemos, por si acaso”. Esto es posverdad también. Una posverdad generada por nuestras emociones, de manera involuntaria y como emergente de lo que hacemos. Y, tratándose de la salud, es una posverdad contra la que necesitamos luchar de manera efectiva. Tenemos una certeza enorme de que las vacunas son seguras; miremos esas evidencias, que nos van a proteger mejor que nuestras emociones negativas.

Algunos tratamos de entender qué les pasa a estas personas para ver si podemos ayudar a que revisen su postura a partir de mostrarles que es no solo contraria a la evidencia, sino, por sobre todo, peligrosa para sus hijos y para los de los demás. Otros podrán elegir dejarlos seguir su camino, “total, se hacen daño a ellos mismos o a sus hijos”. Pero, en este caso, esto no es cierto ya que, si hay muchas personas que no están vacunadas en una comunidad, la protección de la comunidad disminuye en su totalidad, lo que pone en riesgo a terceros.

MEDICINA “ALTERNATIVA” Y ÉNFASIS EN LAS COMILLAS

Ya que estamos en temas de salud, en los que la posverdad puede hacer daño claro, ¿qué hacemos con las terapias médicas llamadas alternativas? Suele llamarse medicina alternativa a un conjunto de prácticas que se hacen con la intención de curar enfermedades o mejorar la salud de las personas, pero que no se basan en evidencia. Esto significa que no se comprobó si son o no efectivas, o bien que se comprobó que no lo son. Estas prácticas alternativas existieron siempre. Cuando no teníamos un mecanismo para validar la efectividad de la medicina, así era la medicina. Hoy, la situación es otra, pero las prácticas alternativas siguen y probablemente seguirán existiendo.

Hay una enorme cantidad de prácticas consideradas medicina alternativa, como la homeopatía, la acupuntura, la quiropraxia, el reiki o la medicina ayurvédica. Cada caso es particular, por supuesto, y es difícil discutir todos a la vez. Pero, en líneas generales, la respuesta que desencadenan en los pacientes es indistinguible de un efecto placebo, y es por esto que se considera que no funcionan.

¿Qué guía a una persona a depositar su confianza en una terapia alternativa? A veces, son las fallas del sistema de salud las que llevan a esto. Médicos cansados que atienden pacientes cada diez minutos, no escuchan, no contienen, recetan y se van. Hospitales atiborrados. Tratamientos difíciles que a veces no son muy efectivos o que generan efectos adversos serios. Quien busca la respuesta en la medicina alternativa puede que no la haya encontrado en la medicina. Otras veces, no es que crea firmemente que la terapia alternativa funcionará, sino que quizá ya probó un tratamiento médico y se decepcionó, o tiene alguna enfermedad que no tiene cura y se dice “voy a probar, total, ¿qué pierdo?”.

Quizá, la terapia alternativa no está funcionando desde el punto de vista médico más que como un placebo, pero reconforta, da contención y mejora la calidad de vida de la persona.

En el caso de la homeopatía, por ejemplo, una enorme cantidad de estudios muestran que el preparado homeopático no es más que un placebo. Sin embargo, no está tan claro si otros aspectos de la práctica homeopática no podrían ser efectivos en cierta medida. Por ejemplo, los médicos homeópatas suelen dedicar mucho más tiempo en la consulta a preguntar y escuchar al paciente, lo cual, en algunos casos, podría redundar en una mejor experiencia para la persona (aun cuando su dolencia subyacente no mejore). Un enfermo necesita a sus seres queridos cerca, así como necesita la mejor medicina que el sistema pueda darle. Aun si el ritual es “falso”, puede funcionar como conector entre personas, como oportunidad de un encuentro genuino.

Pero podemos preguntarnos, como antes, cuál podría ser el peligro de equivocarnos al creer que estas terapias funcionan. Y acá, las cosas se vuelven más delicadas. Supongamos que una persona tiene una enfermedad crónica, progresiva, y siente que la medicina no logra ofrecerle respuestas. En estos casos, es muy frecuente que personas bienintencionadas comiencen a hacerle recomendaciones, a darle consejos del estilo “los médicos no saben nada, probá esto”, “a mí me funcionó esto”, etc. Y esta persona, que está en una situación de alta vulnerabilidad, posiblemente diga “¿qué pierdo?”. Pero sí puede perder, y acá está el daño de caer en la posverdad. En cuanto al aspecto médico, podría terminar retrasando, o abandonando, una terapia de efectividad comprobada. Generalmente, esta es la cuestión que más se menciona como peligro de la medicina alternativa, y con sustento. Se realizó un estudio que evaluó cuánto afecta la sobrevida de pacientes con cáncer el uso de terapias alternativas en vez de tratamientos anticáncer como quimioterapia o radioterapia. Los resultados fueron alarmantes: usar tratamientos alternativos contra el cáncer duplica el riesgo de muerte. Es cierto que no todos los que usan terapias alternativas dejan de usar las convencionales, pero, aun así, el riesgo existe y es medible.

Hay quienes creen que señalarle a alguien que estas prácticas no se demostraron efectivas es cruel porque, de algún modo, rompe la ilusión que depositan en ellas. Yo creo que lo cruel es darle falsas esperanzas a alguien que, además, está en una situación de extrema vulnerabilidad. Cuestión de creencias… otra vez. La mía es que hay una falta total de empatía en quien convence a una persona con cáncer de que se puede curar con la mente o con una dieta especial o con cristales de cuarzo o lo que sea. No es solamente la afirmación en sí misma, que carece de sustento, sino que, de algún modo, parece decirle al paciente que si sigue enfermo es porque “no le puso voluntad”, como si tener cáncer fuera su culpa.
Seguramente, tener una actitud positiva beneficie al paciente. Eso suma, no resta. Pero decirle a alguien con cáncer que no necesita hacer quimioterapia porque lo beneficiaría más hacer un curso para aprender a meditar me parece inhumano.

Hay otro tema en el “probar una terapia alternativa por si acaso”. Suponer que algo funciona, a menos que se demuestre lo contrario, es un razonamiento equivalente a decir que leer este libro previene accidentes navales basándonos en que nunca un barco se hundió mientras uno de sus navegantes lo leía. Si, lamentablemente, algún día un barco con un lector de este libro se hundiera, podríamos decir que tenía una edición pirata, o que lo había subrayado con resaltador amarillo, lo que demostradamente reduce su eficacia contra los riesgos de la navegación. Quien cree, cree.

Personalmente, jamás juzgaría las creencias de alguien que, ante la desesperación de una enfermedad grave, acude a la esperanza que le ofrece la medicina alternativa.

Pero quienes llevan adelante esas prácticas sobre sus pacientes, ¿creen realmente en ellas también o, en cambio, vieron una posibilidad de ganarse la vida? ¿Quién está “a cargo” de probar que la práctica efectivamente funciona? Ya habíamos comentado que la carga de la prueba debería estar en quien sostiene que algo es de determinada manera. Pedir que los demás demuestren si esa práctica alternativa funciona o no es invertir la carga de la prueba. Esto, que puede parecer una confusión, muchas veces es una estrategia consciente que se lleva adelante para dilatar procesos: se hace que las afirmaciones que sí están basadas en evidencia deban seguir siendo defendidas todo el tiempo, y esto hace que se destinen recursos, que son siempre limitados (dinero, tiempo, atención), a probar cosas que ya se saben.

Como antes, una cosa es que una persona crea en una terapia alternativa, que sienta que le hace bien, etc. Pero ¿tendríamos la misma flexibilidad si nuestro sistema de salud público decidiera ofrecerlas a los ciudadanos? ¿Es admisible que se enseñen estas terapias en las facultades de medicina?

Aunque “se sepa” que algo es erróneo, aunque esté la información disponible, la incomodidad que nos producen los datos que son contrarios a nuestras creencias nos lleva a hacer esa información a un lado sin darnos cuenta. Parafraseando la idea de la navaja de Occam, el biólogo Sidney Brenner inventó la expresión “la escoba de Occam” para el proceso por el que los hechos que contradicen nuestras creencias se “barren debajo de la alfombra”, algo que es clave en la posverdad.

La pregunta es qué hacemos con las creencias personales e irracionales en el marco de los Estados, que tienen la obligación de impulsar políticas públicas efectivas que realmente mejoren la vida de la gente. Si el Estado debe repensar sus políticas de salud, podrá o no considerar aspectos culturales, valores, tradiciones, etc., pero esperamos que sea capaz de buscar y tener en cuenta las evidencias.

En estos casos, en los que hay una realidad que podemos conocer en mayor o menor medida, permitir que nuestras creencias irracionales opaquen la verdad es un problema. Si creemos que lo que pensamos y sentimos es equivalente a los hechos, tenemos un problema. Básicamente, si consideramos que nuestra percepción interna de cómo es –o debería ser– el mundo es tan verdadera como la realidad, estamos en problemas. Si llegamos ahí, entonces llegamos a la posverdad. Y volver suele ser difícil.

Sé que cuesta aceptar que esto nos pasa a cada uno de nosotros. No tenemos dudas de que les sucede a los demás, pero ¿también a nosotros? Por eso, creí importante atravesar primero lo de cómo sabemos lo que sabemos. Podemos saber y tenemos maneras de saber. Una vez que nos para- mos ahí, con eso como base sólida, pensar que la realidad no es más que una construcción social, o que “está tu verdad y está mi verdad”, es, de algún modo, legitimar que lo real y lo ficticio son igualmente válidos. Aceptar potencialmente como cierta cualquier afirmación solo porque me parece que es correcta, o porque debería ser correcta, sin considerar –o directamente contradiciendo– las evidencias, es caer en la posverdad.

Nuestras creencias personales pueden ser cuestionadas, podemos volver a pensar sobre los temas y corregir el rumbo. Tenemos que poder entender la verdad aunque vaya en contra de lo que creemos que es verdad. Como dijo Carl Sagan en 1995: “La ciencia es más que un cuerpo de conocimiento, es una forma de pensar. Tengo un presentimiento de una América en el tiempo de mis hijos o nietos, cuando Estados Unidos sea una economía de servicios e información; cuando casi todas las principales industrias manufactureras se hayan desplazado hacia otros países; cuando enormes poderes tecnológicos estén en manos de muy pocos, y nadie que represente el interés público pueda entender estas cuestiones; cuando el pueblo haya perdido la capacidad de establecer su propia agenda o cuestionar inteligentemente a los que tienen autoridad; cuando, agarrando nuestros cristales y consultando nerviosamente nuestros horóscopos, nuestras facultades críticas declinen, incapaces de distinguir entre lo que se siente bien y lo que es verdad, nos deslicemos, casi sin darnos cuenta, de vuelta hacia la superstición y la oscuridad”. Ser capaces de entender la verdad, de saber cómo funciona el mundo no es, entonces, solo una cuestión de satisfacción personal. Es también una agenda política, la de vivir en una sociedad donde sepamos lo suficiente como para, al mismo tiempo, aprovechar lo que el conocimiento tiene para ofrecernos y poder usar el conocimiento para cuestionar inteligentemente la dirección en la que vamos.

CREER EN CONTRA DE LA EVIDENCIA

Cuando adoptamos determinadas posturas o tomamos decisiones, no siempre lo hacemos motivados por seguir la verdad. No es que los hechos no importen: a veces importan, a veces más o menos, y a veces no, y mucho depende de cuán dispuestos estemos a permitir que nos importen, o cuánto logremos tenerlos en cuenta.

Como ejemplo, veremos tres situaciones extremas en las que, aun contando con evidencias de gran calidad y un consenso entre expertos muy grande, se sostienen posturas que van en contra de la evidencia: la creencia en teorías conspirativas, el negacionismo y el relativismo posmoderno. Pueden nutrirse entre ellas, aunque también funcionan por sí mismas. En estos tres casos, estamos dentro del mundo de la posverdad: la verdad es hecha a un lado y se prioriza la percepción propia acerca del mundo. Tienen en común una influencia de los aspectos irracionales y emocionales que opaca la posibilidad de tener en cuenta los hechos conocidos, y permite así la aparición de posverdad. También, son similares en su posición absolutamente refractaria a las evidencias disponibles. No hay incertezas en estas posturas, solo certezas. Por supuesto, las personas que sostienen esas opiniones se ven a sí mismas como racionales, como personas que logran ver lo que otros no ven, iluminados en medio de una masa de gente que vive engañada.

TEORÍAS CONSPIRATIVAS

Comencemos por las teorías conspirativas, que se sostienen en la idea de que hubo y hay grupos poderosos (gobiernos, empresas, etc.) que usan su poder para ocultar verdades e imponer mentiras. Lo hacen en secreto, sin que nadie nunca lo sepa, salvo algunas personas que, por algún motivo, son capaces de ver lo que otros no ven, o de acceder a información que los demás no tienen.

Por supuesto, hubo, hay y habrá conspiraciones reales. A veces, pasa mucho tiempo hasta que salen a la luz. En esos casos, es a través de evidencias convincentes que se puede considerar que hubo una conspiración. Pero el término teoría conspirativa es diferente de conspiración, porque implica que se trata de algo que no se sabe si es cierto o no, o se sabe que no lo es porque contradice todo lo que se sabe.

Algunas de estas teorías conspirativas son casi inocentes, y muy divertidas. Quizás, algunos crean realmente en ellas, pero posiblemente otros las siguen difundiendo más como entretenimiento que por convicción. Por ejemplo, existe la idea de que Paul McCartney en realidad murió en 1966 y fue reemplazado por un doble que sigue vivo hasta la fecha. Pensar que Paul murió implica asumir que tanto sus familiares como sus conocidos, su representante, sus abogados, todos están manteniendo el secreto. Implica suponer que el doble no fue detectado por nadie más que por estas pocas personas iluminadas que saben que Paul murió. Y se debe suponer, también, que hay grupos de poder que influyen en que este secreto se conserve, ¡y que lo logran!

El mundo es muy complejo y muy confuso. En medio de todo esto, aunque vayan en contra de las evidencias, es entendible que algunas personas comiencen a creer en estas teorías conspirativas. Esto se alimenta de nuestra necesidad humana de suponer que las cosas ocurren por una razón y no por una combinación incontrolable de complejidad y casualidad. Si algo fue casual, es posible que aparezcan explicaciones conspirativas, aunque más no sea para atribuir el hecho a algún agente. Así como percibimos (exageradamente) que nuestros actos son el resultado de nuestra voluntad, en cuanto vemos actos en el mundo, suponemos que provienen de otra voluntad. Y si no vemos al supuesto agente decisor, al titiritero, entonces lo creamos, como creamos las formas de las constelaciones en el cielo estrellado. Es una manera de defendernos: nos devuelve la sensación de control y racionalidad en este mundo que a veces nos hace sentir como si nuestra influencia sobre él fuera nula. No es ridículo que alguien crea en una teoría conspirativa. Lo que necesitamos es evaluar si hacerlo trae consigo un daño o no.

Volviendo a nuestros ejemplos anteriores, algunos de los que creen en la Tierra plana creen que la NASA está ocultando esa información. La NASA, todos los pilotos de avión, las personas que dieron la vuelta al globo, etc. Creen que los viajes al espacio son mentira, así como cada una de las fotos del planeta tomadas desde el espacio. Como las teorías conspirativas se sostienen en el secreto, estamos hablando de que debería haber miles y miles de personas involucradas en esta posible conspiración, que debería llevar décadas. Igualmente, ni si Paul está vivo o no, ni si la Tierra es plana o no son cosas que vayan a afectar demasiado la vida de las personas (salvo que tengamos en cuenta el efecto dañino que produce el hecho de creer con total convicción en algo equivocado).

Esto, como antes, puede valer para el individuo, pero no para un Estado o una institución educativa.

Volvamos a las vacunas. El grupo que mencionamos antes, el de los que dudan, no es un grupo que crea en teorías conspirativas. Aun cuando esa duda alcance para que no vacunen, si podemos escucharlos y entender sus miedos, es posible que podamos ayudarlos. Pero hay otras personas, activistas en contra de la vacunación, totalmente refractarias a las evidencias: los verdaderos “antivacunas”.

Estas personas sostienen ideas como que si Bill Gates dona vacunas a África es porque en realidad busca intoxicar africanos para que mueran y así despoblar el planeta. El hecho de que las poblaciones que reciben las vacunas tengan mayor sobrevida, en vez de menor, no afecta la creencia. Otros están convencidos de que las vacunas generan cáncer, y siguen creyendo eso aunque se les muestre que no hay diferencias en la cantidad de casos de cáncer entre personas vacunadas y no vacunadas. Es más, hoy hay dos vacunas que pueden prevenir el cáncer: la vacuna contra la hepatitis B y la vacuna contra el VPH, el virus del papiloma humano, y vemos que, desde que se vacuna masivamente, la incidencia de esos tipos de cáncer disminuyó abruptamente. Pero nada de eso los hace cambiar de postura.

Lo que hacen también a veces es tomar evidencias reales e interpretarlas mal. Por ejemplo, un argumento típico entre quienes sostienen esta idea es que cada vez hay más casos de cáncer. De ahí concluyen que, “claramente”, son las vacunas las que causan cáncer. Es cierto que cada vez hay más casos de cáncer, pero la explicación correcta es esta: las personas cada vez vivimos más, gracias a las mejoras médicas y tecnológicas de los últimos tiempos (¡incluidas las vacunas!), y el cáncer es más probable en personas mayores. Pero si uno cree con certeza total algo que va en contra de todo lo que sabemos, no va a lograr incorporar la información correcta. Lo más probable es que cada evidencia nueva sea reinterpretada para ajustarse a esa creencia previa.

Por eso planteé las Guías de Supervivencia de Bolsillo. Si las evidencias más confiables apuntan a algo distinto de lo que creo, si el consenso es contrario a lo que creo, si lo que considero evidencia es de poca calidad, si invoco la existencia de cosas que nadie logra encontrar y doy explicaciones ad hoc del estilo “es que todas las evidencias de lo que digo están siendo silenciadas por los grupos de poder”, debería, como mínimo, observar mi postura. Como mínimo, siempre y cuando considere que lo que me motiva es la búsqueda de la verdad y no vivir en un engaño que no viene de grupos de poder, sino de mí misma.

Hay fundamentalistas antivacunas que creen que las vacunas insertan un microchip (curiosamente tan indetectable como el unicornio del que hablábamos en la primera sección de este libro), y que este es un plan del Gobierno para controlar a la población (tener que suponer que los Gobiernos sucesivos, aunque no logren ponerse de acuerdo en prácticamente nada más, sí van a concordar en la imperiosa necesidad de seguir manteniendo ese secreto tampoco modifica la creencia).

Estos extremistas en contra de la vacunación son muy pocos, pero son muy “ruidosos”, y su mensaje, lamentablemente, puede influir en otras personas y generarles la duda suficiente para que decidan no vacunarse.

Aprovecho para aclarar algo con total honestidad. La posverdad en la vacunación es un tema que considero sumamente importante y peligroso. Creo que el grupo de las personas que dudan de las vacunas no suele ser bien tratado, ni escuchado, ni tenido en cuenta. Son personas que suelen vivir su duda con mucha angustia y nadie les da respuesta. Si lo que queremos es conectar con ellos, deberíamos ser capaces de dialogar con mejor tono y con empatía, escuchando mucho, respetándolos. Algo totalmente diferente es, creo yo, el caso de los antivacunas fanáticos (y digo “creo yo” también como una manera de explicitar mi postura personal frente al tema, que acá no se basa en evidencias, sino en creencias irracionales mías). Son personas que no dudan, sino que están convencidas y, al difundir un mensaje equivocado, hacen que otras personas no se vacunen. Que lo hagan por convicción no me parece relevante en esto. Creo que son un peligro para la salud pública, y no deberíamos dejarlos avanzar ni ayudarlos a propagar sus mensajes.

¿Cómo reconocer una teoría conspirativa? En líneas generales, va en contra del consenso, no se sostiene en evidencias, o dice hacerlo pero, hilando fino, se ve que estas evidencias son de mala calidad o que sus interpretaciones no siguen el principio de parsimonia. Cuando los demás no toman en serio esas evidencias porque son de mala calidad, eso fortalece en ellos la idea de la conspiración, del ocultamiento. No hay evidencia que las destruya, y se alimentan de explicaciones ad hoc. Apelan a emociones negativas, se alimentan de miedos, odios, la inseguridad que da el sentirse sin control. Consideran que los expertos del tema no son realmente expertos, o bien están comprados por los grupos de interés, todo siempre en secreto, por supuesto. Por último, no tienen en cuenta la cantidad de personas que tendrían que estar manteniendo el secreto, y haciéndolo efectivamente. En este mundo en el que sabemos todo sobre las vidas privadas de los presidentes y las personas más poderosas del planeta, esto es difícil de aceptar. Las teorías conspirativas son ideas “zombie”: aunque tratemos de matarlas, sencillamente no se mueren.

Está muy bien que se desafíen los conocimientos, pero este desafío debe estar basado también en evidencias. En estos tiempos de posverdad, lo que tenemos es un caldo de cultivo que propicia la aparición y difusión de creencias irracionales extremas como las teorías conspirativas. Quizá, tendríamos que intentar identificarlas y bloquearlas, no solo porque se trata de ideas que no son ciertas, sino también porque permitirles expandirse puede ayudar a que se instale un clima de duda que favorece la aparición de posverdad casual en otros temas. El problema de convivir con las teorías conspirativas de otras personas es que, en mayor o menor medida, van permeando hacia los demás. Esa generación de duda nutre la posverdad. Cuando son ideas que provocan daño, como las de quienes se oponen a la vacunación, esto es un real peligro para tener en cuenta. Pero, más allá de eso, darles cabida a las teorías conspirativas lleva a la sensación de que “todo es lo mismo”. El todoeslomismismo es peligroso per se porque propaga desconfianza y dudas a otros temas, sin cuidado y sin distinción, y nos hace olvidar que la desconfianza y la duda son herramientas esenciales en el pensamiento crítico, siempre y cuando las ajustemos a criterios de calidad que consideren las evidencias.

Las teorías conspirativas existieron siempre, pero hoy se nutren fácilmente de la polarización extrema que se observa en la sociedad y de la selección de la información que permitimos que llegue a nosotros.

NEGACIONISMO

Hay otra versión extrema, a veces muy dañina, de creencias irracionales que hacen a un lado todo lo que se sabe: el negacionismo. En este caso, hay directamente una negación total de algo real. Algunos negacionistas se apalancan en teorías conspirativas y otros no tanto. Pero algo tienen en común: en ciertos temas que se conocen muy pero muy bien, un negacionista estará absolutamente seguro de algo que va totalmente en contra de lo que se sabe. Esto es posverdad culposa en estado puro. Esa persona no puede evitar creer lo que cree, y es muy difícil que alguna vez logre salir de esa creencia equivocada. Si alguien niega que el hombre llegó a la Luna o que las especies evolucionamos por selección natural, a lo sumo vivirá equivocado, pero eso no tendrá mayores consecuencias. Distinto es el caso de quienes niegan que haya ocurrido el Holocausto en el que millones de judíos fueron asesinados sistemáticamente por el régimen nazi en la Segunda Guerra Mundial. O de quienes niegan que el virus VIH sea el causante del sida.

El negacionismo del VIH/sida tuvo, hace no tanto tiempo, consecuencias espantosas. Cuando ya no había dudas de la relación causal entre el VIH y el sida, el médico Peter Duesberg, ignorando las innumerables y poderosas evidencias disponibles al respecto, se convirtió en un activo militante de la negación de que el VIH causa sida, con bastante éxito. Logró llevar su mensaje a muchas personas, incluido Thabo Mbeki, que fue presidente de Sudáfrica entre 1999 y 2008, luego de la presidencia de Nelson Mandela. Como muchos otros países africanos, Sudáfrica está muy afectado por la epidemia de sida. A pesar del gran consenso científico al respecto, Mbeki escuchó a Duesberg y, en 1999, en pleno pico de la epidemia, negó que el VIH fuera el causante de la enfermedad. Según él, era causada por la pobreza, la desnutrición y problemas del sistema inmunitario. Pero eso no fue todo. Aunque se disponía de medicamentos antirretrovirales para combatir el sida, otorgados por ayuda internacional, Mbeki bloqueó activamente su entrega a quienes los necesitaban. Como alternativa, y sin ninguna evidencia que lo respaldara, su Gobierno sostenía que el sida podía ser vencido utilizando vitaminas, ajo, jugo de limón y remolacha.

Esta decisión tuvo efectos muy claros y concretos. Entre los años 2000 y 2005, murieron en Sudáfrica unos 2 millones de personas por sida. Se estima que, de estas muertes, al menos unas 330.000, una de cada seis, podrían haberse evitado de haberse implementado una política de salud adecuada respecto del VIH/sida. El negacionismo puede matar. Pero como a veces nos cuesta ver las relaciones entre actos y consecuencias, y como nos cuesta entender del mismo modo las acciones y las inacciones, ni Mbeki ni Duesberg fueron o serán acusados por genocidio en el tribunal internacional de La Haya.

RELATIVISMO EXTREMO

Llegamos a la tercera postura totalmente refractaria a las evidencias. Una postura muy extrema –quizá la más extrema de las que discutimos– pero, a la vez, muy habitual, y ante la cual debemos estar alertas. Hay quienes consideran que, directamente, no hay una verdad, que no hay una realidad compartida por todos nosotros, que no hay hechos, sino solo interpretaciones. Esta postura es un tipo de relativismo, y en ella, no aplican las reglas que discutimos en la sección 1 de este libro. La realidad se considera una construcción social, y la verdad es la verdad que cada uno arma en base a su percepción del mundo, de lo que siente. Se niega la posibilidad de saber a través de las evidencias, se niega la capacidad de la ciencia de obtener respuestas. En vez de eso, se sostiene que hay tantas maneras de saber como realidades subjetivas, y que todas son igualmente válidas. Si está tu verdad y está mi verdad, si todo es subjetivo y no existe lo objetivo –sea alcanzable o no–, ¿qué pueden decir las evidencias acerca de eso? Nada. No se trata de pensar que, a veces, puede no haber acuerdos acerca de cuál es la verdad, algo que claramente es posible, o que puede haber diferentes posturas ideológicas o valores. Para que algo sea verdadero, alcanza con que alguien lo crea verdadero, y esta es la marca del relativismo.

Este tipo de relativismo está muy influenciado por la corriente cultural posmoderna que surgió durante el siglo XX como reacción a los valores ilustrados de la Modernidad, la cual –con optimismo y confianza– consideraba que la capacidad humana para el arte y las ciencias nos daría conocimiento totalmente objetivo. Así, se pasó de la idea de la objetividad total a la de la subjetividad total. Hoy, entendemos que la ciencia no puede ser nunca totalmente objetiva, pero sí logra ser, en términos prácticos, mejor que las alternativas.

El relativismo posmoderno sigue siendo frecuente, aunque esté apoyado en una concepción completamente errada acerca de lo que la ciencia es.

Muchas veces, ante una corriente cultural que propone algo extremo, surge pronto la reacción extrema, pero en el otro sentido. Hoy, tenemos claro que la ciencia no nos podrá dar respuestas totalmente objetivas, ni podremos alcanzar un conocimiento absoluto. Nuestra postura fue, justamente, presentar la ciencia como una herramienta que, para ciertos fines, funciona mejor que las alternativas, en el sentido de que permite obtener respuestas que se corresponden mejor con la realidad. Es aceptando sus limitaciones que podemos valorarla. El problema de usar un destornillador para clavar un clavo no se resuelve con el enunciado de que todas las herramientas son igualmente erróneas, sino encontrando el martillo.

De algún modo, en ciertos círculos comenzó a volverse aceptable, y hasta a considerarse una muestra de intelectualidad, dudar de la existencia de una realidad práctica compartida, como si creer en los hechos fuera una manera de autoengañarse, de someterse a reglas arbitrarias de otros, y lo que se considera válido es la percepción que cada uno tiene del mundo.

Las personas que creen esto suelen ser personas educadas, consideradas intelectuales e incluso progresistas. Pero esta corriente de progresismo anticientífico es, en la práctica, antiprogreso, porque en vez de criticar la autoridad de los científicos –algo que siempre es necesario–, critica la autoridad de la ciencia. Sin embargo, esa crítica no es metodológica. No propone reemplazar un modo de evaluar la evidencia por otro, sino que enfrenta las nociones de evidencia y de existencia objetiva del mundo. En el fondo, es una técnica de autoprotección: si nada es verdadero, entonces todo es igualmente verdadero, y así las ideas están resguardadas de cualquier crítica. Es un negacionismo como los que discutimos antes, pero no de un tema particular, sino directamente de la ciencia toda.

Dentro del relativismo posmoderno, se desdibuja el papel de las evidencias y del análisis fáctico de las situaciones. Entonces, así como tenemos la medicina basada en evidencias, se considera como una posibilidad, y hasta una posibilidad mejor, que existan otros tipos de medicina con otras “reglas”. Esas reglas no ponen a prueba las afirmaciones, sino que el argumento se sostiene en ideas vagas como que hay “otras maneras de saber”, “hay medicinas ancestrales”, “las civilizaciones antiguas ya sabían cómo curar enfermedades”, etc. Así, se puede hablar de una ciencia o medicina “occidental” que contraponen a una “ancestral”, que de algún modo, no especificado ni puesto a prueba, sería más “respetuosa de la individualidad”.

Sé que en lo anterior estoy permitiendo que permee mi postura respecto del relativismo posmoderno. Como no logro evitarlo, lo pongo sobre la mesa, en un intento de hacerlo explícito. Creo que pasa algo muy dañino con esta creencia extrema. Alguien la sostiene, y quienes la escuchan muchas veces callan, como si disentir respecto de si hay o no una realidad fuera una cuestión de posturas que puede hacerse a un lado y continuar, como si fuera de mala educación discutir algo así en público. Y este callar también hace daño, porque facilita que se difunda ese mensaje sin cuestionamientos.
Podemos equivocarnos en cuál es la verdad, y en ese caso debemos reconocer nuestro error, pero ¿directamente negar que existe y, por lo tanto, que tenemos maneras, aunque sean imperfectas, de acceder a ella? Personalmente, veo esta postura difundida en ambientes que se consideran muy intelectuales, pero me parece exactamente la negación de lo que la actividad intelectual debería ser.
No es un ejercicio mental discutir la existencia de la realidad. Es una postura que va horadando la piedra y generando desconfianzas donde no debería haberlas, con el agravante de que, entonces, dirige su atención “escéptica” a eso y no a donde podría ser dirigida, que es a revisar, dentro del marco de la ciencia, si las cosas se están haciendo bien o no.

El relativismo posmoderno es seductor. Maneja una narrativa de grandes ideales, de emociones. Es una postura que, al no estar sometida a “reglas externas”, habilita que todas las “verdades” valgan lo mismo y deban ser respetadas. Y esto, por supuesto, reconforta, más si se tiene en cuenta que la alternativa es someterse a un mundo que tiene reglas desconocidas, complejas y muchas veces inaccesibles, un mundo que luce frío y distante y al cual no le importa si cada uno de nosotros está o no, si contribuye o no, un mundo en el que no somos tan importantes como sentimos que deberíamos ser.

Puedo empatizar, desde la emoción, con quien es relati- vista. No puedo concordar en que sea una postura válida, porque desconoce el papel de las evidencias. En temas fácticos, hay una verdad, y lo demás es falso. Podemos no conocer esa verdad e igual considerar que existe.
Yo creo que mucho de la satisfacción emocional que atrae de esa postura puede encontrarse en otras actividades, intelectuales o no. La curiosidad, el desafío de ir más allá, esa es la narrativa que a mí me reconforta y me da el sostén emocional que quizá otros encuentran en el relativismo.

El relativismo posmoderno es uno de los soportes de la posverdad: cuando cualquier cosa parece posible, aparecen los problemas. No solo la verdad pasa a un segundo plano, sino que la “verdad” empieza a ser la de quien grita más fuerte, o una “subverdad” de cada grupo aislado que, entonces, ya no puede habitar la misma realidad que los demás. Perdemos no solo la verdad en el camino, sino también el vínculo humano.

Como el relativismo no acepta el mecanismo de la ciencia, tampoco acepta ninguna de las respuestas obtenidas a través de él. Y esto es clave: cualquier conocimiento obtenido por la ciencia es plenamente criticable.

Aun con sus sus limitaciones –que son intrínsecas, porque una ciencia perfecta no sería ciencia–, no hay hoy mejor manera de conseguir respuestas confiables a preguntas fácticas. Adjetivar sus resultados –independientemente del adjetivo utilizado, porque hay círculos en los que se habla de ciencia occidental, feminista, patriarcal, hegemónica– no es una manera de resolver sus problemas, sino un intento descarado de derrumbarla, no a favor de otras formas de conocimiento más democráticas, más igualitarias, o mejores. Es un intento de reemplazarla por formas tribales, seguras en su aislamiento y en su pobreza. Es volver al pensamiento mágico.

Podemos no saber un tema, podemos saberlo a medias. Pero no hay tantas maneras alternativas de saber. Si no nos ponemos de acuerdo en esto, no podemos avanzar. No hay conocimientos alternativos. El conjunto de herramientas es el mismo para todos. Si lo hacemos a un lado, no estamos jugando el mismo juego, y podríamos estar engañándonos a nosotros mismos y a los demás.

Como dice Marcel Kuntz, “el peligro de un enfoque posmoderno de la ciencia, que busca incluir todos los puntos de vista como igualmente válidos, es que enlentece o impide la investigación científica que se necesita, incluso negando que la ciencia tenga un papel en esas decisiones”.

Y, además, mientras actúan con buenas intenciones e inocencia, convencidos de su postura, muchos relativistas dejan el suelo fértil para los extremistas que usan los mismos argumentos para negar la validez de los hechos bien demostrados.

ELOGIO DE LA INCERTEZA

Hay dos grandes dificultades cuando entramos en el terreno de las creencias irracionales vinculadas con temas fácticos: la incomodidad que nos genera la falta de certeza total (la ciencia, ya lo dijimos, no nos puede proveer eso) y el hecho de que la obtención de evidencias es muchas veces un proceso lento y complejo. Lo que se sabe se sabe siempre de manera incompleta. Nos movemos en un degradé de certeza en el que cada nueva evidencia suma o resta apoyo a lo que creemos. Siempre podríamos esperar una nueva evidencia, hacer más observaciones o experimentos, abordar el problema desde otro punto de vista. Siempre podría pasar que lo que ya sabemos, o creemos que sabemos, se demuestre equivocado. Esa falta de certeza absoluta de la ciencia, que muchos consideran una debilidad, es su mayor fortaleza, ya que permite poner a prueba todo el tiempo lo que ya se sabe para intentar acercarnos mejor a la verdad. Claro que, si esperamos una certeza absoluta sobre el mundo, la ciencia y sus resultados nos van a provocar mucha angustia.

En el mejor de los casos, lo que la actividad científica puede hacer es disminuir la incerteza hasta un mínimo muy mínimo, de casi cero. Pero muchas veces no logra ni eso, y esto es profundamente incómodo para todos nosotros. No existen la objetividad absoluta, la imparcialidad absoluta que buscaba la Ilustración, ni la subjetividad absoluta del posmodernismo. Lo que existe es una objetividad parcial, accesible mediante los mecanismos de la ciencia, sostenida en evidencias que, aun siendo cuidadas, pueden tener sesgos, limitaciones y errores. Aunque entendamos que el análisis de la realidad a través de las evidencias trae aparejada una incerteza, queremos certezas. Y si hay algo en este mundo incierto que nos da certezas, son nuestras creencias irracionales. Las creencias logran disminuir esta angustia, y la ciencia no. Pero la ciencia logra entender la realidad mejor que las creencias. Todo esto hace que, si nos sentimos confundidos o perdidos, si nos sentimos insignificantes en medio de este mundo complejo, muchas veces nos reconforte depositar nuestra confianza en las creencias o en las personas que nos ofrecen un alivio para esta incomodidad. Si la incerteza de la ciencia nos resulta intolerable porque no da respuestas claras y contundentes, o porque las da pero no las entendemos, entonces es esperable que busquemos refugio en los pilares firmes que nos pueden dar la tradición, los valores, las ideologías o las religiones.

El segundo punto es que la ciencia es difícil, lenta, compleja y ni siquiera garantiza resultados. Implica dudar siempre de estar avanzando en el camino correcto, mientras no deja de preguntarse si el camino recorrido hasta entonces fue el correcto. Pero es así como logra llegar a respuestas que, aun si son pequeñas, son genuinas. Una vez que tenemos las evidencias, y las leemos bien, igual debemos movernos con cuidado, sin dejar de estar atentos, con una actitud de sano escepticismo en la que, provisoriamente, confiamos o no en las afirmaciones en la medida en que cuentan con evidencias de calidad que las respalden. Un proceso cansador y que requiere constante esfuerzo.

Es algo personal, pero a mí no me parece positivo cuando un científico o un comunicador de ciencia la presenta como algo sencillo, claro, firme, inmaculado (incluso glamoroso o divertido); cuando oculta sus fallas y omite contar el tortuoso proceso que llevó a la validación de una afirmación. Me parece un problema temerle a lo complejo y esconder este aspecto del relato de la ciencia porque no la refleja con justicia y, además, creo que a veces se hace a causa de cierto menosprecio por las capacidades intelectuales de la sociedad.

En ciertas ocasiones, el negacionismo puede confundirse con una actitud de sano escepticismo. Pero son dos situaciones bien distintas, y necesitamos distinguirlas, porque así como el negacionismo es un camino posible hacia la posverdad, el sano escepticismo es una de nuestras mejores armas contra ella.

El escepticismo implica sopesar la evidencia y, a partir de ella, llegar a una conclusión; es dudar de algo si no tiene evidencias sólidas y confiar o no en una afirmación teniendo en cuenta dónde se encuentra el peso de la evidencia. Por eso también, llegar a conclusiones es un proceso lento y complejo, como decíamos antes.

A diferencia del escepticismo, en el negacionismo se parte de la conclusión que se desea y, a partir de ella, se rechaza la evidencia que la contradice. La prueba para distinguir escepticismo de negacionismo es que, si aparecen evidencias que nos contradicen, el primero nos permite corregir nuestra postura, y el segundo, no.

Pero es fácil confundirse, porque algunos negacionistas se llaman a sí mismos escépticos, como quienes niegan la existencia de un cambio climático, que se consideran “escépticos del cambio climático”. Pero oponerse a algo que tiene un consenso científico de tal magnitud no es ser escéptico, sino crédulo. Crédulo en una creencia irracional que implica no solo no creer en el consenso científico, sino sí creer en que entonces debe haber una conspiración y miles de personas están coordinadas entre sí para mantener el secreto.

La clave está en mantener un estado de duda razonable. Si seguimos dudando de algo a pesar de contar con muchas evidencias de que es cierto, no estamos siendo escépticos, sino que estamos envueltos en una creencia irracional. Y si hacemos esto, a la vez que exigimos más evidencias, lo que estamos haciendo es descartar lo que ya se sabe y preferir la ignorancia. Esperar que la ciencia se expida definitivamente sobre algo –donde ese “definitivamente” se asocia a certeza absoluta– es esperar algo que no va a ocurrir. Y mientras esperamos de ese modo, quizá no estamos reconociendo que la ciencia ya se expidió definitivamente sobre el tema, en donde definitivamente es ahora una certeza bastante alta y sostenida por evidencias.

Esto, que puede ser algo inocente e involuntario, es también una de las estrategias que usan algunas posturas desacreditadas, como la que niega la existencia del cambio climático o la que sostiene que las vacunas son peligrosas: se piden nuevas evidencias mientras que no se tiene en cuenta ninguna de las que ya existen, que son increíblemente poderosas y generan un consenso científico fuerte. Esta misma estrategia se usa también en temas “no científicos” y ya más relacionados con la posverdad en la política y en otros ámbitos. Describirla e identificarla en temas científicos podría ayudarnos a describirla e identificarla en otros. Es particularmente difícil de ver porque las personas que la llevan adelante lucen como escépticas y respetuosas de la evidencia, y no como negacionistas. Tenemos que poder distinguir cuándo las críticas son razonables y ayudan a que una afirmación pueda ser adecuadamente puesta a prueba de cuándo esas críticas generan, a propósito o no, que se arme un manto de duda sobre algo que ya en la práctica podría considerarse una certeza.

Sostener una idea que va en contra de las evidencias no es equivalente a cuando Galileo se enfrentó a la Iglesia por sostener que la Tierra gira alrededor del Sol. No podemos aplicar a cualquier situación el hecho de que algunas cosas que hoy son validadas por la ciencia alguna vez fueron una idea rechazada por el establishment, o que se consideró sostenida por alguien que estaba loco. Rechazar ideas que contradicen las evidencias no es ser “de mente cerrada”: es usar la ciencia.

Sin embargo, en otras situaciones tenemos una dificultad. A veces, no hay realmente evidencias poderosas, pero las circunstancias nos presionan para tomar una decisión. Esta es una de las grandes dificultades de decidir teniendo en cuenta evidencias en este mundo real y no ideal. Acá, tenemos una duda razonable, pero igualmente necesitamos tomar una decisión. ¿Qué hacer? La medicina basada en evidencias nos ofrece una regla de oro posible: decidir teniendo en cuenta las mejores evidencias disponibles. En estas situaciones, dudar demasiado nos puede paralizar. Y no tomar una decisión también es decidir. Tenemos que confiar y dudar a la vez, en una actitud de sano escepticismo. Dudar de todo es tan dañino como confiar ciegamente en todo.

Para concluir, comentaremos brevemente una creencia irracional que logra disimularse particularmente: la creencia irracional en la ciencia. Esta es otra manera de provocar involuntariamente una situación de posverdad. Acá, no se trata de generar dudas sobre algo que se sabe, sino de generar certeza sobre algo que no. Esto, que puede ocurrir sin darnos cuenta, es también una manera en la que se puede generar fácilmente una posverdad intencional.

Una cosa es tener que tomar una decisión urgente sin contar todavía con demasiadas evidencias. En ese caso, sin certezas se hace lo que se cree mejor, considerando la mejor evidencia disponible. Pero otra cosa muy distinta es considerar algo como verdadero solo porque alguna evidencia aislada parece apoyar esa posibilidad. Quizá, desde afuera, ambas situaciones lucen iguales, pero en la primera hay un sano escepticismo que puede permitir corregir el rumbo si aparecen nuevas evidencias que sugieren que era un rumbo equivocado, mientras que en la segunda hay una creencia irracional, una seguridad que posiblemente rechace nuevas evidencias que la contradigan.

El mundo es complejo, difícil, y no tiene ningún interés en que lo entendamos mejor. Hacemos lo mejor que podemos. Aun así, muchas veces nuestras emociones y creencias van a interponerse entre nosotros y la verdad, complicando todavía más el acceso a ella. Pero tenemos herramientas a nuestro alcance que nos pueden proteger.

TENDIENDO PUENTES

El cómico estadounidense Stephen Colbert dice que están “los que piensan con la cabeza” y “los que saben con el corazón”. De un lado, los que siguen la realidad. Del otro, los que siguen las fantasías. Sin embargo, no deberíamos caer en una falsa dicotomía entre un “lado científico”, basado en evidencias, y un lado irracional, que incluiría emociones, valores y creencias varias no sostenidas en evidencias. Esta dicotomía es útil para hablar del tema, pero es falsa, porque cada uno de nosotros convive permanentemente con ambos lados y, en la práctica, es imposible separarlos. Salvo situaciones muy extremas, generalmente nuestras posturas están formadas por evidencias cuya lectura es influenciada por nuestros valores y emociones. En todo caso, cada uno de nosotros está pensando con la cabeza y sabiendo con el corazón a la vez.

A veces esto es positivo, porque permite que contextualicemos la verdad de la ciencia en determinadas situaciones humanas particulares. Muchos problemas complejos que tenemos hoy por delante necesitan ser analizados desde las evidencias, pero estas deben estar enmarcadas en valores, tradiciones o emociones. Otras veces es negativo, como cuando nuestras creencias irracionales opacan las evidencias y nos impiden reconocer y aceptar la verdad. En la lucha contra la posverdad, identificar y poner en la balanza nuestras creencias irracionales y nuestras emociones puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte.

Hay una realidad ahí afuera, y la compartimos, nos guste o no. Parte de esa realidad es el hecho de que no podremos nunca librarnos totalmente de lo irracional. Tampoco deberíamos, por nuestro bienestar y el de los demás, seguir ciegamente nuestras percepciones personales, aun en contra de lo que el mundo nos está diciendo sobre sí mismo.

Esto en cuanto a cómo nosotros nos paramos frente a nuestras propias creencias irracionales. Pero ¿qué hacemos ante las de los demás? Así como no podemos catalogarnos a nosotros mismos como puramente “racionales” o “irracionales”, lo mismo ocurre respecto de los demás. Puede parecernos que la creencia que tiene una persona es ridícula o estúpida, pero pensar eso sin mirarnos a nosotros mismos para identificar cuáles de nuestras creencias dan esa impresión ante los demás es, por lo menos, incompleto. Si hay hechos y los demás, o nosotros, los estamos haciendo a un lado para seguir una creencia irracional, no deberíamos pensar que eso ocurre por ignorancia, estupidez o mala intención. Los mecanismos que hacen que pensemos así son más complejos, y los tenemos todos. A todos se nos pueden mezclar argumentos basados en evidencias con argumentos basados en valores u otros aspectos similares. Comprender y aceptar esto nos puede ayudar a entendernos y corregirnos. Además, hay una trampa permanente de nuestro pensamiento: todos nos vemos a nosotros mismos como seres racionales y con acceso, en mayor o menor medida, a lo que es verdad.

Y cuando digo “todos”, lo recalco. Esos “otros” de los que a veces nos sentimos tan distintos también están pensando lo mismo.

Los demás tampoco son ni totalmente racionales ni totalmente irracionales. Pensar que es así es, además de falso, perdernos todos los matices que hay en el medio.

Teniendo esto en cuenta, algo que podemos hacer es no solo intentar identificar nuestras propias creencias irracionales para nosotros mismos, sino también exponerlas ante los demás. Si decimos algo, explicitar si lo hacemos desde la evidencia –y, en ese caso, incluirla–, desde nuestras creencias o desde una combinación de ambos factores.

Intenté hacer algo así a lo largo del capítulo. Por eso, aparecieron los “creo que”, para marcar mis creencias y que los demás puedan decidir si acuerdan o no con ellas. Puede parecer un lenguaje “débil”, como si no estuviera segura de lo que digo. Es exactamente lo contrario: es una fortaleza, y no una debilidad, identificar cuándo la falta de seguridad sobre lo que digo se debe a que sencillamente no podemos estar totalmente seguros de algo porque las evidencias no nos proveen de certeza absoluta, o si es porque nuestras opiniones no son una verdad incuestionable. Del mismo modo, no me parece apropiado que alguien me diga su opinión como si fuera un hecho, o hable con certeza absoluta cuando no tiene cómo respaldar esa certeza desde las evidencias.

Necesitamos reconocer que, aunque queramos que nos guíe la razón, quizá nos guía la emoción. Siempre está presente también el tema del respeto y la empatía. Para eso, puede ser útil distinguir a la persona de sus ideas: una persona merece nuestro respeto y que la tratemos con empatía.

Pero así como las personas merecen respeto, las ideas no: deberíamos poder ponerlas a prueba sin que eso amenace a la persona. Vale para que los demás pongan a prueba nuestras ideas, y para que nos permitan a nosotros poner a prueba las suyas. Si hay emociones y creencias irracionales que pueden estar entorpeciendo el acceso a la verdad, necesitamos señalarlas e intentar hacerlas a un lado, o terminaremos colaborando con la generación de posverdad culposa.

Este capítulo, el primero de los cinco que componen la segunda sección de este libro, discute la influencia de nuestras creencias irracionales y de la emoción en la generación involuntaria de posverdad. Necesitamos reconocer en qué medida nos están afectando nuestras emociones, nuestras creencias, y a partir de eso, modular nuestras posturas si es necesario. Si nos están bloqueando o dificultando el acceso a la verdad, estamos permitiendo que generen posverdad casual.

Proponemos acá la cuarta Guía de Supervivencia de Bolsillo, con nuevas preguntas que funcionan como herramientas para ayudarnos a encontrar nuestras creencias irracionales, evaluar si es importante encontrarlas, y ver cómo seguir a partir de eso. Estas preguntas se afianzan en nuestra introspección, sin la cual no podremos avanzar.

Así como recién vimos aspectos irracionales que pueden dificultarnos el acceso a la verdad, ahora iremos a cuestiones, si se quiere, más racionales: el modo en el que razonamos puede –y suele– hacer que nos equivoquemos. Cometemos errores en el pensamiento que no logramos identificar fácilmente. También, necesitaremos de la introspección para encontrarlos y vencerlos. Vamos a eso. Nos llevamos la cuarta Guía de Supervivencia de Bolsillo, con estas nuevas herramientas en la caja, y avanzamos.

 

GUÍA DE SUPERVIVENCIA DE BOLSILLO N° 4
¿Cómo manejarnos con nuestras creencias irracionales y emociones?

1. ¿Se trata de un tema fáctico para el que podría haber evidencias?

2. Si es así, ¿tenemos creencias irracionales o emociones que pueden estar influyendo en nuestra postura?

3. ¿Es importante para ese tema que tengamos en cuenta las evidencias? ¿Puede no hacerlo resultar dañino?

4. Si tener en cuenta las evidencias es importante, ¿logramos identificar qué es evidencia y qué creencia irracional?

5. ¿Estamos valorando adecuadamente la incerteza de las evidencias?

6. ¿Podemos actualizar nuestra postura a partir de las evidencias?

7. ¿Pueden nuestras creencias irracionales estar siendo tan fuertes que nos hacen caer en teorías conspirativas, negacionismo o relativismo?

8. En nuestro vínculo con los demás, ¿podemos separar la persona de la idea y respetar a la persona pero no necesariamente la idea? ¿Tratamos de explicitar en nosotros y en los demás qué es evidencia y qué creencia?