Pensamos Mal

30min

¿Cómo nos afectan los sesgos y las falacias?

CEREBROS CON PROBLEMAS

Discutimos ya que cuando queremos entender mejor cómo funciona el mundo, qué es lo que ocurre y cómo lo afectan nuestras decisiones, no es lo mismo una opinión personal, basada en la experiencia o en tradiciones, que algo sostenido por evidencias de calidad. También exploramos el papel que pueden tener nuestras creencias irracionales en la generación casual de posverdad. ¿Deberíamos, entonces, confiar en nuestra razón, en cómo pensamos? Ojalá pudiéramos, pero el problema es que nuestros cerebros no piensan del todo bien. Como antes, no deberíamos ofendernos. Somos así y nada de esto es un ataque personal. Si identificamos algunos de los problemas más frecuentes de nuestra manera de pensar, quizá estemos mejor preparados para evitar que estos problemas terminen colaborando en la generación de una posverdad. Conocer las piedras que nos hacen tropezar ayuda a que podamos detectarlas y evitarlas mejor.

Durante la Segunda Guerra Mundial, los combates aéreos se volvieron imprescindibles, pero mantener los aviones en el aire, en medio del fuego enemigo, no era nada fácil. En cada misión, era casi tan probable ser derribado por el fuego antiaéreo como no serlo. Se volvió necesario reforzar el exterior de los aviones para que pudieran resistir mejor el ataque enemigo. Una opción obvia era colocar placas de metal en todo el avión, como si se le pusiera una armadura. Pero eso era impracticable: un avión reforzado de ese modo no habría podido despegar debido a su peso. Había que llegar a una solución de compromiso: elegir con cuidado dónde convenía reforzar los aviones y dónde no era tan necesario. Para eso, durante la guerra, investigadores del Centro de Análisis Navales de Estados Unidos hicieron un estudio muy cuidadoso en el que se fijaron dónde estaban más dañados los aviones que volvían de sus misiones. A partir de esa información, decidieron que había que reforzar las partes que mostraban más densidad de agujeros de balas: parte de las alas, la panza del avión y el lugar donde iba el artillero de la cola del avión.

Abraham Wald era un matemático judío nacido en el Imperio austrohúngaro (hoy Rumania) que había huido de la persecución nazi y se había exiliado en Estados Unidos en 1938. Toda su familia, salvo un hermano, fue exterminada en Auschwitz. Wald era uno de los matemáticos que trabajaban en el Panel de Matemática Aplicada que se había establecido especialmente para resolver problemas matemáticos y de estadística vinculados con la guerra (sí, había algo así). Él notó enseguida el error en el razonamiento anterior. Se trata de un error tan común que seguramente, sin darnos cuenta, todos nosotros lo hicimos, y lo seguiremos haciendo, en esta situación o en otras. Su análisis impidió que se implementara la idea de reforzar las zonas del avión que volvían más dañadas de las misiones, y mostró la manera correcta de entender el problema.

Con la información de cuáles eran las zonas de los aviones con mayor concentración de agujeros de bala, Wald concluyó que esos eran justamente los lugares que no había que reforzar. ¿Por qué? Porque, como se analizaba el daño producido en los aviones que volvían de sus misiones, esos eran los lugares menos críticamente vulnerables, los lugares en los que los aviones podían recibir impactos de bala y, aun así, no estrellarse. En cambio, los lugares en los que no se observaban daños eran aquellos en los que las balas provocaban que el avión cayera. Wald convenció a los militares de esto, y los aviones se reforzaron en los lugares adecuados. De esta manera, se logró salvar muchas vidas y mejorar las chances de los Aliados de ganar la guerra.

A este error tan común se lo conoce como sesgo de supervivencia (survivorship bias), y consiste en evaluar qué ocurre con los que “sobrevivieron” un determinado proceso sin tener en cuenta que, en realidad, ese proceso elimina a muchos en el camino. Los que no “sobrevivieron” (en sentido literal o figurado) no son considerados en el análisis porque son invisibles. Sencillamente no llegaron a la meta, que es cuando se recolecta la información. Así, se su- bestiman los fracasos incluso disponiendo de los datos correctos y teniendo la intención de tomar una decisión adecuada.

Este sesgo está presente cada vez que alguien destaca una historia de éxito y cree que, si sigue los mismos pasos, el camino será el mismo. Por ejemplo, una historia del estilo “María no terminó el secundario y puso un negocio de ropa con el que gana muchísimo dinero. Me parece que yo también voy a dejar todo y poner un negocio de ropa”. ¿Sería esta una buena decisión? ¿Acaso sabemos cuántas Marías dejaron el secundario, pusieron negocios de ropa y les fue muy mal? Claro que no. No lo sabemos, porque no vemos a las que fracasaron.

Si nos proponemos estar atentos, durante un día, a detectarlo, posiblemente encontremos muchos ejemplos. Los actores pobres que vivían en autos hasta que fueron “descubiertos” por algún agente, los emprendedores que, a partir de la nada, lograron construir emporios, las personas que se curaron de enfermedades terribles solo comiendo de manera saludable… Todos estos son ejemplos muy frecuentes de situaciones en las que se cae en el sesgo de supervivencia. Keith Richards vivió una vida de excesos y acá sigue, y más de un vegetariano que duerme ocho horas diarias y hace yoga morirá antes que él.

Semmelweis salvó no solo a esas madres y a esos niños del Hospital de Viena, sino a tanta otra gente que, a causa de la medida, no se enfermó y nunca se enteró de que era gracias a él. Teniendo en cuenta lo que ya comentamos, si alguien hoy nos dice “nunca me lavo las manos e igual no me enfermo, así que lavarse las manos no es tan importante”, ya sabemos que puede haber sesgos involucrados, por ejemplo, el de supervivencia.

En la serie inglesa Luther, el detective que le da nombre le dice a la asesina Alice Morgan: “Te digo esto, Alice. Podés deleitarte todo lo que quieras en lo brillante que sos, pero la gente se equivoca. Pasa todo el tiempo, una y otra vez”, a lo que ella responde: “Bueno, eso es una lógica equivocada basada en un conjunto imperfecto de datos. ¿Y si solo capturan a las personas que cometen errores? Eso modificaría los valores, ¿no?”.

Para tratar de evitar este error tan frecuente, necesitamos estar atentos y preguntarnos: ¿tenemos toda la información que necesitamos, o solo una parte?; ¿podemos acceder a la información que nos falta? Es fácil desestimar los consejos de salud contando anécdotas de sobrevivientes, ¿no? Siempre encontraremos al que se calcina voluntariamente bajo el sol sin usar protector solar y no tiene cáncer de piel. El problema es que a todos nos gustan las historias de éxitos, y tratamos de extraer de ellas consejos acerca de cómo deberíamos actuar. Muy posiblemente no haya ninguna razón por la que esos casos en particular fueron exitosos. Quizá solo se trató de suerte.

Este error de pensamiento es un ejemplo de muchos errores en los que caemos todos. Pensamos de determinada manera ante las mismas situaciones. Cada ser humano es distinto, especial, único. Pero nuestros cerebros están construidos de manera similar, son el resultado de un mismo camino evolutivo y funcionan siguiendo las mismas reglas básicas. Estos errores que son inherentes al funcionamiento de nuestras mentes son conocidos como sesgos cognitivos y son, en gran parte, responsables de muchas de nuestras decisiones o juicios equivocados.

Ya a fines del siglo XIX, Antoine Lavoisier, el “padre de la química moderna”, alertaba acerca de los errores a los que nos puede llevar nuestro pensamiento mucho antes de que se hablara de sesgos cognitivos. En el prólogo de su Tratado elemental de química (1789), decía que, para evitar esos errores, debemos “conservar solamente los hechos, que son los datos de la naturaleza y no pueden engañarnos: no buscar la verdad sino en el encadenamiento natural de los experimentos y observaciones, al modo de los matemáticos que llegan a resolver un problema por medio de la disposición simple de los datos, y reduciendo el raciocinio a operaciones tan sencillas, a suposiciones tan breves, que jamás pierden de vista la evidencia que les sirve de guía”.

Casi siempre, cometemos errores al pensar, tanto que podemos predecir que ocurrirán. En algunas personas más que en otras, en algunas situaciones más frecuentemente que en otras, pero siempre estarán presentes. Algunos de esos errores son sistemáticos y muy difíciles de detectar y de evitar. Lo difícil de esta situación es que, por la naturaleza misma de los sesgos cognitivos, nunca podemos estar seguros de si estamos o no cayendo en alguno. Lo que sí podemos hacer es intentar estar más atentos.

Veamos otros ejemplos de problemas muy frecuentes en nuestro modo de pensar que son especialmente capaces de generar posverdad culposa.

A MÍ ME FUNCIONA

Hay una moda de consumir colágeno hidrolizado. Se vende en farmacias como suplemento dietario, en ampollas bebibles o bien como un polvo que hay que mezclar con agua. El colágeno es una proteína que todos fabricamos, y en mucha cantidad, especialmente en la piel, las articulaciones y los huesos. Hablamos de ella al contar la historia de Lind y su lucha contra el escorbuto. A medida que envejecemos, su cantidad disminuye progresivamente, por lo que la idea sería que consumir un suplemento de esto ayudaría a que nuestra piel se mantenga más tersa y elástica. ¿Será así?

Detrás de la afirmación aparentemente inocente de que “si comemos colágeno, tenemos colágeno”, hay una hipótesis: el cuerpo usa las proteínas que consume tal cual le llegan. La ciencia empieza siempre así, con hipótesis interesantes, imaginativas, locas. Pero, a diferencia de la charlatanería, no termina ahí. Cada idea de este tipo debe ser puesta a prueba.

En el caso del colágeno, deberíamos desconfiar de esta hipótesis si consideramos que nuestros cuerpos nunca usan directamente las proteínas que consumen. Las separan en sus partes componentes, llamadas aminoácidos, y recombinan estos aminoácidos para formar nuevas proteínas. Es algo similar a cómo con las letras del alfabeto latino se arman todas las palabras de nuestro idioma, o las del italiano o las del inglés. Si nuestro cuerpo consumiera poemas en vez de proteínas, desarmaría las palabras en letras y las usaría para escribir otras palabras, las que le sirvieran a él.

Esos aminoácidos que necesitamos para construir proteínas propias son incorporados al cuerpo a través de la comida. Cada una de nuestras células los recibe y los usa como materiales para fabricar las proteínas que necesita. La comida tiene proteínas que hicieron otros seres vivos (vacas, cerdos, pescados, frutas, vegetales, etc). Nuestro sistema digestivo se encarga de romper esas proteínas hasta liberar los aminoácidos individuales (esto es, justamente, hidrolizar una proteína), y esos son los aminoácidos que usamos para construir nuestras proteínas humanas.

Volviendo al colágeno hidrolizado, ¿funciona o no para que nuestra piel esté más tersa? Muchas veces, los medios de comunicación se empeñan en difundir lo que hacen los famosos para mantenerse bellos y sanos. Hacer esto ayuda a que el medio tenga más visibilidad, y también la exposición les conviene a los famosos –que lo son, en gran parte, por eso–. Todos ganan en esto, ¿no? Bueno, nosotros, los demás, no ganamos nada: nunca se discute si eso que hacen los famosos es realmente efectivo o no. El colágeno hidrolizado que se vende en las farmacias es básicamente colágeno producido por algún animal, que fue separado en aminoácidos por un proceso químico. Estamos consumiendo los aminoácidos que componen esa proteína, ya separados. Es ahorrarle un paso a nuestro sistema digestivo, y nada más. Es más, ya existe un alimento que es esencialmente colágeno puro, pero como proteína completa y no previamente hidrolizada: la gelatina.

Más allá de cómo consumamos el colágeno, si hidrolizado o no, si de gelatina o de un bife, el error está en pensar que esos aminoácidos se usarán en nuestro cuerpo para hacer otra vez colágeno. ¡No necesariamente! Se usarán para lo que sea que una célula “decida” según sus necesidades metabólicas del momento y su función.

Quienes consumen colágeno hidrolizado lo hacen con la intención de fortalecer sus huesos o rejuvenecer su piel, como si estuvieran incorporando el colágeno como proteína en sus propios tejidos, o como si el colágeno se rearmara en nuestras células a partir de los mismos aminoácidos que antes fueron parte de colágeno. No es así como funcionan las células. Detrás de la idea de que consumir colágeno hace que tengamos más colágeno hay una forma del pensamiento mágico.

Es cierto que, aun si entendemos que esto no tiene ni pies ni cabeza, consumir colágeno hidrolizado igualmente podría estar produciendo algún efecto beneficioso. Se hicieron estudios para averiguar esto. No fueron muchos, y no son muy concluyentes, pero podemos decir que, hasta ahora, no hay evidencias científicas de que esto realmente funcione.

Acá surgen típicamente dos problemas. Por un lado, esta última frase no es muy contundente. Quizá debería decir algo como “¡el colágeno hidrolizado no sirve!”. Pero decirlo así sería no respetar las evidencias, porque estaría indicando una certeza que no existe, y caería en un tipo de posverdad. Sin embargo, al sumar lo que sabemos acerca de cómo funcionan las células y el sistema digestivo, y esta ausencia de efecto sobre la piel en algunos estudios que se hicieron, hay bastante certeza de que no funciona. Ese bastante es volver, otra vez, a lo gradual. No sabemos todo, pero eso no significa que no sepamos nada. En este tema, la aguja que se mueve según las evidencias está mucho más cerca del sabemos todo que del no sabemos nada.

A partir de lo que ya transitamos juntos, volvamos a pensar qué nos convencería de que los suplementos de colágeno hidrolizado son realmente efectivos para mejorar la apariencia de la piel. Si se hubiera hecho un RCT doble ciego o, aun mejor, varios de ellos, o un metaanálisis, que mostraran claramente que la piel de las personas del grupo tratado con colágeno hidrolizado mejora respecto de un grupo control que recibe el placebo correspondiente, podríamos confiar muchísimo más en esta afirmación. Pero, por ahora, no tenemos mucho más que evidencia anecdótica o los “a mí me funciona”. Si tenemos que creer sin evidencias confiables en que algo funciona, es que no está claramente demostrado.

Más allá de si justo el colágeno hidrolizado sirve o no, hay un fenómeno interesante que se relaciona con lo que decíamos antes acerca de cómo piensan nuestros cerebros. Quienes consumen esto suelen estar convencidos de que funciona. Lo recomiendan a otros, que entonces se suman.

Cuando vemos que nuestra experiencia o nuestro sentido común nos dicen algo y las evidencias dicen lo contrario, no debemos sorprendernos tanto. Lo más probable es que lo que pensábamos fuera solo el efecto de los sesgos, o de creencias irracionales, como comentamos en el capítulo anterior. Si queremos la verdad y no estamos de acuerdo con alguna afirmación basada en evidencias científicas, podemos enfrentarla, pero con más evidencias científicas, usando la misma metodología, y no con una mera opinión. No vale decir “a mí eso no me cierra” y seguir adelante como si nada. No es que no vale porque no sea justo, o no sea ético, o por ninguna cuestión moral o de deber ser. No vale porque la realidad nos va a golpear en la cabeza y, en general, no queremos que eso suceda.

El “a mí me funciona” es algo que aparece con frecuencia en muchas situaciones, especialmente en aquellas relacionadas con la salud o la nutrición. El mismo sesgo que le confirmaba a Linus Pauling que la vitamina C “funcionaba” “confirma” que el colágeno hidrolizado “funciona”. Richard Feynman decía que la persona que más fácilmente nos engaña es uno mismo. Dado que esta es una opinión de Feynman sobre introspección, y él no era un estudioso de ese tema, en este punto podríamos dudar de esa opinión, aunque es un gran momento para mencionar que muchísima investigación sobre el tema respalda esa postura.

Para poder ponerle un freno a la posverdad, necesitamos conocer los mecanismos de validación de las afirmaciones, pero eso no alcanza. También, necesitamos detectar los problemas que pueden dificultar que eso nos convenza. Hasta ahora, hablamos de las creencias como el marco de valores que tenemos, o las emociones que nos despierta un tema. Estamos ahora sumando errores de pensamiento como el amímefuncionismo.

Todos pensamos, pero no solemos preguntarnos mucho acerca de cómo pensamos. El “a mí me funciona” es entonces otro ejemplo de que estamos pensando mal, porque caemos en varios sesgos cognitivos y argumentos falaces.

Aquí se esconden varios fenómenos. Hay un sesgo realmente frecuente, y tan frecuente como indetectable. Es la tendencia que tenemos todos a ver las cosas de manera tal que apoyan lo que creemos previamente. A esto se lo conoce como sesgo de confirmación, e implica seleccionar, de un conjunto de hechos, aquellos que sustentan nuestra postura previa, y excluir los demás. Esto no es algo que hagamos adrede, sino más bien una equivocación recurrente e inconsciente: somos refractarios a los hechos que nos incomodan porque no concuerdan con lo que pensamos.

El sesgo de confirmación es un vicio: lo veo por todas partes. Aunque, quizá, creo que lo veo en todas partes y eso no es cierto. Bien podría ser que quien está “haciéndome creer” que está en todas partes es justamente mi sesgo de confirmación, que me hace resaltar las veces que sí lo identifico o creo hacerlo, y olvidar aquellas veces que no.

A la selección de hechos que apoyan nuestra postura previa se la conoce como falacia de evidencia incompleta o, en inglés, cherry picking (“elegir cerezas”, o seleccionar lo que creemos mejor). No lo hacemos adrede. Si una persona está convencida previamente de que la vitamina C le cura los resfríos y una vez se curó rápidamente, lo atribuirá a que tomó el suplemento de vitamina C, e ignorará las muchas veces en las que el resfrío le duró muchos días, incluso consumiendo el suplemento. Como esto no es un proceso consciente, lo más probable es que la persona directamente no recuerde esos otros casos. Si los recuerda, quizá diga, para esas situaciones, algo como “es que ese resfrío era mucho más fuerte que lo normal” o “justo cambié de marca de vitamina C, esa debía ser de peor calidad”, o sea, explicaciones ad hoc, armadas para esa situación. Hacemos cherry picking cada vez que elegimos, de una serie de datos, cuáles tener en cuenta, y descartamos los otros solo porque no se condicen con lo que esperábamos de ellos; cada vez que destacamos una anécdota en particular para tomar una decisión. Este comportamiento propicia, involuntariamente, el surgimiento de posverdad: se cree que la verdad está en aquello señalado por la evidencia parcial, o incorrecta, que se selecciona, y se omite evaluar la totalidad de las evidencias y notar dónde está el consenso.

Muchas veces tratamos de darle peso a lo que decimos citando datos. Si esto se hace de manera correcta, incorporando todo el cuerpo de evidencias, es esencial, porque fortalece lo que sostenemos. Pero si se está haciendo cherry picking, se vuelve peligroso, porque hace parecer que lo que decimos es válido, y no necesariamente lo es. Cuando alguien nos dice algo y nos muestra datos, preguntémonos: ¿qué datos no nos está mostrando?

Todo esto no es algo que provenga de problemas de educación. Esto nos pasa a todos, en nuestra vida cotidiana y en las grandes decisiones. Cuando un docente modifica algo de la manera en la que explica un tema, y considera que ese cambio hizo que sus alumnos aprendieran mejor, quizás eso no está ocurriendo realmente, sino que podría estar bajo un sesgo de confirmación. Cuando un CEO toma una decisión respecto de su empresa basándose en un caso anecdótico en el que hizo algo similar y le funcionó, también podría estar bajo el sesgo de confirmación.

Por estos motivos, la experiencia personal o el “a mí me funciona” no nos dan buena información. No podemos confiar demasiado en nosotros mismos.

CORRELACIONES Y CAUSALIDADES

Imaginemos que, hace mucho tiempo, hubo una sequía. Sin agua, no había caza ni frutos para recolectar, y nuestra supervivencia dependía de la llegada de la lluvia. Quizás alguien, por hacer algo, se puso a bailar. Y llovió. Por tradición oral, se mantuvo la costumbre de bailar para atraer la lluvia. ¿Qué pasó acá? A partir de dos eventos que parecían relacionados porque uno ocurrió después del otro, se supuso que el primero causó el segundo, y algunas personas empezaron a bailar su danza de la lluvia cada vez que fue necesario que viniera el agua. Si venía, todo bien. Si no, tal vez se habían equivocado en la forma de la danza. Claro que esas personas no sabían nada, en ese entonces, del sesgo de confirmación ni de la generación ad hoc de explicaciones. ¿Bailaremos menos esperando que llueva, ahora que sí sabemos?

Cuando una cosa cambia, y luego otra cosa también cambia, ya sea en el mismo sentido (las dos aumentan, o las dos disminuyen) o en el sentido contrario (una aumenta y la otra disminuye), hablamos de correlación. En el ejemplo de la danza y la lluvia, vemos una correlación: uno de los fenómenos ocurrió primero, y el otro, poco después. Esto es innegable. El problema surge cuando nuestra mente nos hace sacar una conclusión apresurada y, en este caso, errónea. Los hombres de la historia anterior se convencieron de que esa correlación implicaba que la danza había causado la lluvia. Es decir, consideraron que había una relación de causalidad entre ambas cosas. Sus mentes crearon una ilusión de causalidad, igual que cuando, en un capítulo de la serie The Wire, dicen: “Te hizo la danza de la lluvia. Un tipo dice que si le pagas, puede hacer llover. Tú le pagas. Y cuando llueve, él se lleva el crédito. Si no llueve, encuentra motivos para que le pagues más”.

Es muy posible que una correlación se deba efectivamente a que algo provoca algo más (si pongo la mano en el fuego, me quemo, y sí, lo primero causó lo segundo). Cuando contamos la historia de Semmelweis, vimos que él observó una correlación entre no lavarse las manos y la muerte de las mujeres. Pero ¿cómo saber si esa correlación particular implica o no causalidad? Los experimentos permiten dilucidar esto. Como se cambia una sola variable, y en principio se deja todo lo demás igual, si observamos un cambio, podemos atribuirlo a la variable que cambiamos. En estos casos, la correlación ocurre porque el mecanismo que está detrás es efectivamente uno de causa y consecuencia. Pero a veces no, y acá surgen los problemas. Muchas veces, los dos eventos ocurren casualmente uno después del otro (la danza y la lluvia), o quizá se trata de dos eventos que son consecuencia de un tercer evento que no tuvimos en cuenta.

El autocorrector de mi celular se sigue oponiendo a escribir causalidad y me lo cambia por casualidad. Aviso para que estén atentos, por si les pasa lo mismo en sus celulares, y en sus vidas.

Por dar un ejemplo, un estudio mostró que las personas más altas tienden a ganar más dinero que las personas más bajas. En particular, la asociación se hizo entre la estatura a los 16 años, es decir, antes de entrar al mercado laboral, y lo que esa persona ganaba como adulto. ¿Esto quiere decir que se contrata preferencialmente, o en puestos mejores, a las personas más altas? Dicho de otro modo, ¿ser más alto hace que uno gane más dinero de adulto? Algunos podrán pensar, intuitivamente, que una persona más alta tiene mejor autoestima o cae mejor en los empleadores y que eso podría explicar el fenómeno. Pero, más tarde, otros investigadores analizaron esto de otro modo: ya desde los 3 años, los niños más altos se desempeñan mejor en los tests cognitivos. En lenguaje de todos los días y muy simplificado, los más altos tienden a ser más inteligentes. No estamos diciendo que ser alto cause la inteligencia, ni que ser inteligente cause la altura, sino solo que hay una correlación entre ambas variables. Los más inteligentes, o mejor calificados, pueden acceder a trabajos mejor remunerados. Esto tampoco demuestra una relación causal, pero, al menos, nos da una interpretación alternativa: ya no es la estatura lo que tiene que ver con ganar más de adulto, sino que ser alto se relaciona con estar mejor preparado, y esto, con ganar más de adulto.

O sea: si hay causalidad, generalmente hay correlación (esto aplica casi siempre, no en todos los casos). Pero que haya correlación no quiere decir que haya causalidad (entre otras cosas, porque la correlación no tiene dirección, y, aunque los paraguas se abren más los días que llueve, nadie en su sano juicio diría que causan la lluvia).

Esta es la falacia de la correlación: considerar que la correlación implica causalidad. Otro nombre que se le da a esta falacia particular de atribuir causa y consecuencia a dos cosas que ocurren una después de la otra es la expresión latina post hoc ergo propter hoc (“después de esto, por lo tanto, a causa de esto”). Hay otra variante de lo mismo en la que los dos eventos ocurren a la vez, y no uno después del otro. En este caso, el error de atribuir causalidad a la relación entre ambos se conoce como cum hoc ergo propter hoc (cum es “con”, así como post es “después”, así que es “con esto, por lo tanto, a causa de esto”). Podemos observar, también, que la capacidad de bautizar falacias se correlaciona con la educación en el idioma latín.

Pero estos son ejemplos bastante evidentes. ¿Qué hacemos, en cambio, con algo así? Tomamos un comprimido de un medicamento y, poco después, nos sentimos mejor. Por lo tanto, el comprimido nos hizo sentir mejor. Veamos ahora este mismo razonamiento, pero en el marco de la falacia de la correlación. Ese comprimido que tomamos quizá nos curó, pero quizá no. Podríamos tranquilamente estar ante una situación de atribuir una relación de causa y consecuencia a dos eventos que ocurren uno poco después del otro. Aunque puede ser que, en este caso, esa correlación se deba a que sí hay una relación de causalidad. Quizás ese comprimido resultó efectivo. ¿Cómo saberlo? Primero, recordemos que el “a mí me funciona” podría estar engañándonos. Cuando, en el capítulo anterior, hablamos de las terapias médicas alternativas, mencionamos que, generalmente, actúan como placebo. Pero ¿por qué las personas que las usan sienten con seguridad que les funcionan? En parte, porque la gran mayoría de las enfermedades que solemos padecer se curan solas, y cuando analizamos el tipo de enfermedades o problemas que se suele atacar con medicina alternativa, vemos que son generalmente aquellas que tienen alta probabilidad de “pasarse solas”. Cuando acompañamos ese proceso de curación espontánea con medicina alternativa, y finalmente nos curamos, atribuimos la cura al hecho de haber realizado esa práctica. Las medicinas alternativas explotan, a veces a propósito y a veces sin darse cuenta, nuestra tendencia a caer en la ilusión de causalidad. Volvemos a las personas que dudan de las vacunas, y al mito recurrente que los hace dudar (a pesar de haber sido totalmente refutado): el de que las vacunas pueden provocar autismo. El autismo no se contrae, es una condición con la que se nace. Pero los primeros síntomas se observan generalmente alrededor de los 2 años de edad, cuando los niños suelen haber recibido ya varias vacunas. Primero vacuna, después autismo, y se cae en la falacia de atribuir causalidad a una correlación temporal.

Hay otro ejemplo muy bonito –o trágico, según el punto de vista– que refleja que las malas decisiones no solo se dan en cuestiones cotidianas, sino que pueden ocurrir también a gran escala, al nivel de políticas públicas. Está bastante claro que a los chicos que viven en casas donde hay muchos libros les suele ir mejor académicamente. Con el objetivo de lograr que a los chicos les fuera mejor en la escuela, hace unos años se propuso un plan en Illinois, Estados Unidos, en el que se les entregaría a los bebés un libro por mes desde que nacieran hasta que entraran al jardín de infantes. ¿Suena razonable? Contando con la información que contamos ahora, la verdad que no mucho. Una casa con muchos libros suele indicar un hogar con padres que leen y que pudieron educarse. Los hijos de padres con buena educación en general rinden mejor en la escuela. Pero no sabemos si les va mejor en la escuela porque los padres tienen buena educación, o porque vienen de hogares donde se los alimentó mejor, o por otras causas. Lo que es extremadamente poco probable es que se deba a la mera presencia de los libros en el hogar. Sin duda, tener libros debe ayudar a que los chicos lean. Es una condición necesaria, pero seguramente, no suficiente. Finalmente, este plan no se llevó a cabo, pero habría representado un gasto importante para ese estado, y uno basado en atribuir causalidad a una mera correlación.

Otra vez, no podemos confiar ciegamente en cómo pensamos. Ponemos estos errores bajo la luz del reflector, no para regodearnos en nuestra incapacidad, sino para entender de dónde partimos, y poder, desde ahí –y, especialmente, con humildad– encaminarnos en una dirección que funcione mejor.

INTUICIONES Y ERRORES

Cuando miramos el horizonte, si nos basamos en lo que nuestra intuición y nuestro sentido común nos dicen, puede parecernos que vivimos en una Tierra plana y que el cielo es una enorme semiesfera hueca que está sobre nuestras cabezas, una bóveda celeste. La intuición es muy poderosa, y la humanidad creyó que la Tierra era plana por muchísimo tiempo, muchísimo más tiempo del que pasó desde que sabemos que no es así. Las evidencias que fuimos recolectando y ordenando con el tiempo ahora nos muestran que estábamos equivocados. Sin embargo, si miramos el horizonte y el cielo, la Tierra nos sigue pareciendo plana. Nuestra intuición sigue engañándonos, aunque ya sepamos cómo es la realidad. ¿Cómo podemos ser tan malos pensando y, a la vez, haber llegado hasta acá? No solo pudimos ocupar cada ambiente del planeta, sino que lo modificamos para que sirva a nuestros propósitos: domesticamos plantas y animales, construimos ciudades y rutas, cambiamos cursos de ríos.

La evolución es el mecanismo por el cual, de un conjunto de individuos de una misma especie pero diferentes entre sí, algunos sobreviven y otros no, y los que sobreviven dejan hijos que son parecidos a ellos, y así, luego de mucho pero mucho tiempo, se van seleccionando características que son provechosas para la especie o que, al menos, no son perjudiciales. Pero nuestra supervivencia como especie no depende de si sabemos si estamos en un planeta en medio del universo o en una superficie plana que termina en el horizonte. Desde un punto de vista evolutivo, sí depende, en cambio, de si, ante un pequeño ruido o cambio, nos damos cuenta de que hay un león agazapado, y rápidamente decidimos huir. Si nos equivocamos el 99% de las veces, y no había ningún león, no pasa nada grave. Pero el 1% de las veces que tenemos razón, logramos sobrevivir. Somos los hijos de los humanos que tomaron esas decisiones intuitivas, basadas en la experiencia, a veces erróneas y llenas de sesgos cognitivos. Nuestro cerebro es ese, uno que en ocasiones prioriza la rapidez de la decisión antes que su calidad.

Entonces, ¿en qué quedamos? Si, después de todo, la intuición puede acertar y evolutivamente hablando quizá no sea tan mala, ¿cuál es el problema? Es que la discusión no es si la intuición acierta o no en líneas generales, sino cómo sabemos si, para un caso particular, está acertando o no. Para entender la realidad, tenemos un pensamiento subjetivo, interno, que algunas veces funciona muy bien y otras puede fallar estrepitosamente. No planteamos que pensamos mal para que digamos “¡qué barbaridad!” y sigamos jugando, como en una tira de Quino con Mafalda y Susanita. Ni ignorar este hecho y seguir como si nada, ni resignarnos y creer que esto es trágico e insalvable.

Nosotros, los mismos seres que pensamos mal, logramos inventar (¿o descubrir?) una estrategia para entender la realidad que hace exactamente lo que necesitamos: eliminar –o disminuir, al menos– la presencia de sesgos cognitivos, y también generar respuestas que podemos seguir poniendo a prueba a ver si se sostienen frente al ataque que seguimos haciéndoles con esta misma metodología. Esta estrategia nos ayuda a entender el mundo de una manera más objetiva porque nos saca a nosotros lo más posible de la ecuación. O, entendido de otra manera, nos incluye en esa ecuación, al encontrar un espacio de consenso en el que todos podemos afirmar que el mundo allá afuera de nuestras cabezas es más o menos así, y que es lo suficientemente parecido para que podamos encontrarnos y conversar. Así, la ciencia se convierte en una serie de herramientas mentales que ayudan a hacer nuestros sesgos cognitivos a un lado, de manera de poder preguntarle al mundo cómo es y recibir respuestas más consistentes.

Esto funciona mejor que las alternativas. No mejor de manera dogmática, sino simplemente mejor de manera práctica: acierta más seguido.

Eso es lo maravilloso del asunto. Cerebros seleccionados para esquivar leones pueden habernos traído hasta acá, pero el sentido común no puso a nuestra especie en la Luna, para empezar porque ese mismo sentido común nos decía que la Tierra era plana. Es nuestra tarea decidir cómo actuar a partir de este punto. No podemos contar simplemente con aprender a evitar los sesgos y demás errores de pensamiento. Con suerte, podemos aprender a reconocerlos, a estar alertas y recordar, aun así, que suele ser mucho más fácil encontrarlos en razonamientos ajenos que en los propios.

No puedo evitar pensar en que estuve eligiendo solo algunos de los muchísimos sesgos que existen. ¿Esta selección estará guiada por mi sesgo de confirmación? ¿Elijo aquellos que “muestran” el punto que quiero destacar? ¿O elijo a partir del menú de sesgos que conozco (sesgo de disponibilidad)? No hay escapatoria, pero sí podemos estar más atentos y entrenarnos en detectar esos problemas en nosotros mismos. Si no, caemos en una postura en la que, a todos los demás, la mente les presenta espejismos cognitivos en forma de sesgos, pero a mí me funciona.

Desconfiemos del sentido común, tanto del nuestro como del de los otros. Razonemos, pero pongámonos a prueba. A partir de aceptar que podemos equivocarnos al pensar, estaremos mejor preparados para intentar pensar mejor.

ESQUIVANDO SESGOS

Así como en el capítulo anterior comentamos la manera en la que nuestras emociones o nuestros valores pueden influir en la generación de una posverdad culposa, en este, sumamos el problema de que, a veces, pensamos mal. No nos damos cuenta, pero nuestro razonamiento puede estar lleno de sesgos cognitivos.

No podemos contar con encontrar nuestros errores de pensamiento directamente, porque probablemente no sea buena idea poner a nuestro pensamiento a cargo de encontrar nuestros errores de pensamiento, pero se pueden hacer rodeos.

Acá van unas sugerencias sobre cómo podemos hacerlo, en forma de la quinta Guía de Supervivencia de Bolsillo ante la posverdad:

 

GUÍA DE SUPERVIVENCIA DE BOLSILLO N° 5
¿Cómo pensar mejor?

1. ¿Estamos viendo solo la información del resultado final y no la que había al principio? (Sesgo de supervivencia.)

2. ¿Estamos viendo solo la información que concuerda con lo que pensamos? (Sesgo de confirmación.)

3. ¿Podemos estar atribuyendo causalidad a una correlación?

4. ¿Podemos estar confundidos por lo que nos dicen nuestro sentido común y nuestras intuiciones?

5. ¿Podemos pedir o conseguir las evidencias que faltan?

En esta Guía de Supervivencia de Bolsillo, reaparece la introspección, que nos permite mirarnos a nosotros mismos para tratar de identificar cuál es nuestra postura previa sobre un tema, si es relevante para ese tema que busquemos la verdad o si podríamos estar cayendo en sesgos cognitivos. Pero se agrega algo más: analizamos si tenemos las evidencias, y si tenemos todas las evidencias o una parte solamente. Y acá hay otra herramienta para luchar contra la posverdad: si faltan evidencias, debemos exigirlas a los demás, debemos buscarlas quizá más activamente. La introspección es condición necesaria, pero no suficiente, para luchar contra la posverdad.

Estamos buscando la mejor manera posible de resolver problemas. Necesitamos conseguir evidencias, entenderlas y saber qué grado de certeza nos dan, pero nada de esto alcanza si no estamos dispuestos a cambiar de postura –o al menos, a intentarlo– si las evidencias contradicen lo que pensábamos previamente sobre un tema fáctico.

Ya más introspectivos y cómodos en la incomodidad, vamos ahora a algo todavía más urticante que examinar nuestras propias creencias o formas de pensar: ¿de qué manera nuestros grupos de pertenencia nos influyen en las creencias que adoptamos o en la manera en la que pensamos?